Los regímenes dictatoriales no suelen evolucionar hacia la democracia de manera espontánea, especialmente los de izquierda. Franco murió en la cama y la Transición tuvo que esperar a que la biología cumpliese su función inexorable. Incluso así, el asesinato del Almirante Carreo Blanco, su albacea político, tuvo que ser perpetrado para asegurar que el cambio llegase de inmediato y la célebre frase del Generalísimo “No hay mal que por bien no venga”, aunque ha sido objeto de lecturas contradictorias, parece indicar una muestra de lucidez postrera del inquilino de El Pardo. Si Irán ha firmado el acuerdo nuclear y se muestra dispuesto a una cierta apertura económica no ha sido porque los ayatolás se hayan convertido de pronto a los valores de la sociedad abierta, sino porque el deterioro de su economía tras el largo período de sanciones había llegado a un punto que ponía en peligro su supervivencia frente al posible levantamiento de una población sometida a terribles privaciones. China es hoy un sistema capitalista escasamente humanitario, que combina el férreo control del partido único sobre todos los resortes del poder con el libre mercado y un intenso comercio internacional. Algo parecido sucede en Vietnam, donde el autoritarismo de sus dirigentes no elegidos es ejercido sin disimulo mientras se permite la propiedad privada y el enriquecimiento de algunos siempre bajo la tutela del Comité Central. La ideología cede ante el objetivo verdadero, que es conservar el mando y los privilegios que comporta.
La histórica visita de Obama a Cuba después de casi noventa años sin que un Presidente norteamericano pisase la isla no ha ido acompañada en absoluto de una suavización de la represión sobre la disidencia, sino que ésta se ha recrudecido en los meses previos al acontecimiento. Lo mismo vemos en Irán, con un número de ejecuciones y detenciones superior al de los oscuros tiempos de Ahmadinejad. La pregunta que surge inevitable es si moralmente es aceptable que se tienda la mano a tiranos inmisericordes por razones estratégicas o para hacer negocios a la vez que se cierran los ojos a violaciones brutales de los derechos humanos. Frente a este interrogante caben varias respuestas que en estos días mucha gente en Cuba se plantea poseída por una mezcla de angustia y de esperanza. La primera es que por desgracia la política internacional se rige por reglas que poco o nada tienen que ver con el compromiso ético. Ya dijo Palmerston que “Inglaterra no tiene amigos, sólo tiene intereses” y esta cínica afirmación ha quedado consagrada en los manuales de los Gobiernos democráticos a la hora de tomar decisiones en el tablero mundial. La segunda es que estas aproximaciones prescindiendo de consideraciones humanitarias obedecen a la idea pragmática de que se empieza por introducir inversiones, turismo e intercambios culturales y gradualmente el resto de libertades irá floreciendo. Además, en el caso de Cuba, como en la España de los setenta, los hermanos gerontócratas no pueden tardar demasiado en ir a reunirse con el Che y con Stalin. Desaparecidos los dinosaurios autocráticos, es posible que los pequeños mamíferos democráticos corran gozosos por el Malecón por lo que es aconsejable ir ocupando posiciones de cara al inminente futuro.
Ese arriesgado viaje se inserta asimismo en un asunto que preocupa sobremanera a todos los ocupantes de la Casa Blanca: su legado. Obama llegó como el Mesías que acabaría con la desigualdad, los prejuicios raciales, las guerras y la injusticia. Siete años más tarde, el globo se ha desinflado y las decepciones rebasan los cumplimientos. De ahí las dos atrevidas maniobras finales, Irán y Cuba, que, si salen bien, situarán al Presidente afroamericano en el pedestal de Washington, Lincoln y F.D. Roosvelt y, si fracasan, le dejará en la cuneta de los irrelevantes. Pero ya le definió magistralmente un alto cargo del Consejo Nacional de Seguridad: “Obama is not a bluffer, he is a gambler”. Sin duda hay diferencias fundamentales entre las dos figuras, lo que en español llamaríamos un farolero y un apostador. El problema es que incluso los mejores apostadores en ocasiones van de farol.