Esta última semana hemos tenido a todos los católicos de ONG y religión a la carta dando palmas con las orejas. La mayor consolación que han tenido en los últimos años parece haber sido escuchar a una mujer disfrazada de obispo arremetiendo contra Trump.
El motivo de tanta alegría ha sido que no soportan a Trump, no le perdonan que sea más provida que ellos —cosa no muy difícil— y que tenga a Dios en la boca más de lo que ellos lo han tenido nunca. Les mola más poner en el altar la solidaridad, la fraternidad y la tolerancia.
Tampoco soportan que haya gente que crea que si Dios existe es lógico que reine también sobre las realidades naturales —como la Iglesia siempre ha enseñado—. Si por ellos fuera sería mejor que la Iglesia no hablara de Dios porque, al final, de lo que se trata es de ser buenas personas, quererse y respetarse mucho. Cualquier dios les parece bien, todos llevan al mismo sitio, se llame Buda, el karma o Alá.
A veces uno tiene la tentación de pensar que han caído en la Iglesia por pura casualidad —como todos— y se han quedado por la pereza de buscar otro lugar donde estar. Algunos, a esas alturas de la película, tienen la coherencia de irse a casa del vecino o abandonar, aunque otros prefieren quedarse y pretenden que las normas se ajusten a sus intuiciones y caprichos.
Esos que dan saltitos por las palabras de la mujer disfrazada contra Trump son los mismos que aplauden la sensibilidad de los gobiernos proabortistas con los más necesitados —parece que los niños asesinados en el seno materno no entran en el pack—.
Y a esa inquina enfermiza que tienen contra Trump, como la tiene cualquier hijo lobotomizado del sistema, se le suma el placer irrefrenable que sienten al imaginar una Iglesia con mujeres disfrazadas de obispo. Ésa es su fe, que no es la de la Iglesia, es la del mundo. Para esa gente Cristo era víctima de los prejuicios culturales de la época, y ellos, en su infinita sabiduría, están convencidos de que su papel es corregirlo. Porque la humildad está muy bien, salvo cuando se trata de corregir al mismísimo Dios.
A nadie se le escapa que Trump no es tan bueno, pero algunos —creyéndose muy buenos— sacrificarían en el altar a los niños necesarios con tal de que Trump no fuera presidente y ocupara su lugar el católico Biden. Esos son los católicos que se creen ejemplares, y para acabar de despejar cualquier duda sobre su posición, aplauden como monos de feria a quien les gustaría que fuera su autoridad religiosa.
Gracias a Dios esos católicos de ONG y religión a la carta son cada vez menos y de edad más avanzada. El Señor dijo que las puertas del infierno no prevalecerían contra la Iglesia, que no desaparecería, pero no dijo nada de las falsas iglesias. Esas tienen los días contados.