Dentro de unos días será fiesta en Francia, el día de San Martín. Pero nuestra vecina República Una e Indivisible no celebra la santidad del que fue uno de sus primeros patronos medievales, sino el armisticio con Alemania el 11 de noviembre de 1918. ¿Hacen mal los franceses este viernes, hicieron mal los italianos el pasado 4 -San Carlos Borromeo, pero también su propio armisticio con Austria- o por el contrario aciertan?
Para las generaciones ahora activas, tanto en España como en el resto de Europa, la guerra como tal no es ya más que un recuerdo literario, teatral, mediático, académico o algo lejano en las noticias. La guerra ya no es ni de los abuelos, pues salvo excepciones entre los jóvenes de 2016 y los últimos combatientes de las guerras convencionales ya han pasado más de tres generaciones. Aunque, por supuesto, esa noticia no ha llegado a las izquierdas españolas.
Eso no será así para siempre. La guerra eterna no existe, salvo en una pesadilla. La paz eterna no existe, salvo en Otra Vida o en otra pesadilla. De hecho, estamos en guerra. Con o sin razón, hombres y mujeres de los países de Europa combaten en varios continentes o están a punto de hacerlo. También españoles. Celebramos el Armisticio y recordamos a aquellos millones de hombres jóvenes muertos (los de 1918) o de europeos de toda condición muertos (los de 1945) justamente cuando por diferentes razones diferentes gobernantes parecen dispuestos a pasos antes impensables. Y entonces no será cuestión ya de los rencores miserables de una izquierda nostálgica de lo que nunca quiso ser o de unos nacionalistas asesinos reinventores de su propio pasado… Si la guerra vuelve será dolor para todos, y si no volviese -lo que no sucederá- sería señal de que la historia humana habría terminado. No hay riesgo.
Cuando en una buhardilla, en un trastero, en un arca, encontramos restos de guerras que fueron y nos enfrentamos a nosotros mismos. Esas cosas -esas botas, esa cartuchera, esa manta o esa vieja guerrera- no se guardaron por su belleza, por su valor económico o por su singularidad. Fueron testigos de vidas arriesgadas y perdidas, o ganadas, de juventudes entregadas cumpliendo el deber -fuese éste el que fuese, de actos de valor, del valor de verdad, del que no cotiza en bolsa ni se guarda en cuentas. Ese valor que los abuelos desearon que los hijos y nietos no tuviesen que demostrar como ellos, pero que al mismo tiempo quisieron que no olvidasen en ellos porque -ellos lo sabían- antes o después vuelve el tiempo de otras botas, de otra cartuchera, de otra manta, de otra guerrera. Y no valen las viejas, pero las viejas sirvieron para que no se olvidase esa suprema verdad que, también, nos hace humanos.
Vecchio scarpone / Come un tempo lontano / In mezzo al fango / Con la pioggia o col sol / Forse sapresti / Se volesse il destino / Camminare ancor. Raramente una bota marcha dos veces, y menos en el mismo pie, pero aún más raramente una comunidad humana sigue viva sin marchar en más de cuatro generaciones. O bien algo va excepcionalmente bien, o va excepcionalmente mal. Mal está recordar sólo; peor aún está no recordar; y mucho peor, más allá de toda medida, está manipular los recuerdos de una comunidad, como si pudiese cambiarse la realidad pasada o determinar la futura. Pues bien, en esas estamos, en estas semanas de memorias, y ciertamente mucho peor en la España neutral y tibia que estos políticos aplauden e inventan que en el resto de la Europa, que al final no puede negarse a sí misma.