– ¡A ese, a ese!
– ¿Cuál, cuál?
– Ese que está ahí rezagadillo. Le acaban de meter un viaje y todavía no se ha recuperado.
– Vale.
– Venga dale. Venga macho, con un par.
– Que sí joder…
– Acuérdate eh, debajo del sobaco, debajo del sobaco.
– Sí, sí… ¡Ahí voy!
Tras esta conversación con su colega el joven se abalanzó sobre un policía y le asestó un navajazo debajo de la axila. El agente cayó fulminantemente al suelo y comenzó a sangrar. Otro miembro de la Unidad de intervención policial PUMA 70 acudió ipsofacto a atender a su compañero.
No quiero reflexionar sobre los altercados del pasado sábado 22. Hemos visto infinidad de veces las imágenes y ya se ha debatido suficiente. Pero sí quiero detenerme un minuto a analizar qué pudo pasar por la cabeza de un joven de unos 20-25 años para sacar de su mochila un cuchillo, fichar a un madero, ir friamente a por él y clavarle la navaja bajo el brazo. Es algo que, creo, cuesta entender. ¿Qué ha mamado este chico en su vida para tener semejantes impulsos? ¿Qué educación ha recibido para odiar de tal manera a la policía, tener esa sed de sangre y pensar que a cuchillazos las cosas se solucionan?
Llevo días intentando contestar a estas preguntas. Podría comprender esta actitud violenta, aunque no justificarla, si este joven hubiera nacido en la parte más talibán de Afganistán o en la Colombia profunda del narco. Sociedades por desarrollar basadas en el “ojo por ojo diente por diente” y en la que los niños nacen con un cuchillo entre los dientes y llegan a la adolescencia junto a un revólver o un kalashnikov. Países de sangre, sudor y pocas lágrimas en los que la violencia es el único camino para lograr un fin. Pero no creo que este joven sea oriundo de ninguna de esas zonas, sino más bien de algún pueblo de los aledaños de Madrid.
Y es que, ¿qué hay detrás de la mano que pinta una pancarta que pide que el GRAPO vuelva para matar a fascistas? Sabe siquiera ese joven qué era el GRAPO o si a día de hoy quedan fascistas. ¿Qué educación ha recibido la persona que cogió un adoquín y lo estampó contra la cabeza de un policía que yacía indefenso en el suelo? ¿En qué tipo de familia y qué valores han recibido los estudiantes que vieron a un grupo reducido de agentes y al grito de “vamos a matarlos que son pocos” acudieron en tromba a sacudirles?
Las preguntas que subyacen de lo ocurrido estos días son sobre la España de hoy. No hablamos de ningún país africano o de la primavera árabe, ni siquiera corresponden a la alta conflictividad callejera que existe en Venezuela. Es nuestro país. Y eso produce escalofríos.
Intento pensar quién o qué habrá causado las profundas heridas en el alma de estos jóvenes; en qué ambiente se criaron, qué amistades tuvieron en su infancia, con qué clase de profesor se toparon en el colegio o en la universidad, qué clase de cariño recibieron en sus familias o, incluso, si éstas pudieran estar rotas o desestructuradas. Por mucho que intento cavilar sobre ello, no puedo entender qué les ha hecho llegar a la conclusión de que la violencia extrema es la base a la solución de sus problemas. ¿Por qué tanto odio? Intento comprender (que no justificar) ese odio, que es devastador, pero no puedo, así que concluyo con una humilde petición: si alguien me lo puede explicar, le ruego que por favor lo haga.
Y ya por último, lo que más me preocupa: ¿somos mejores los que no usamos la violencia que los que sí la usan? ¿No hubiéramos acabado igual que ellos de haber recibido las mismas influencias que ellos? ¿Estamos exentos nosotros y nuestros hijos de caer en este tipo de conductas violentas? Sinceramente no lo sé. Tan sólo puedo decir que quien esté convencido de ello de un paso al frente.