Impotencia europea
De nuevo las autoridades británicas retrasan la identificación de los muertos y heridos, hasta el punto de generar tensiones diplomáticas con sus aliados. Los familiares, los ministros extranjeros, los medios de comunicación, exigen información, que las autoridades a duras penas pueden proporcionar y que mantienen hasta estar seguros y evitar cualquier equivocación. Por otro lado, también presionadas por la opinión pública nacional e internacional, las autoridades retrasan la información relativa a los asesinos, tratan de atar cabos reservándosela, de conseguir datos antes de comunicarla. Cuando lo hacen, invariablemente se descubre que la mayoría de los terroristas eran conocidos por las fuerzas de seguridad, y que cada vez más provenían de territorio europeo.
Las dos cosas se producen en un clima general de inseguridad que se extiende por todo el continente. Aparatosas operaciones antiterroristas se suceden semanalmente en las grandes capitales europeas, tropas armadas y vehículos blindados recorren las calles del centro de las urbes, y las amenazas yihadistas hacia los ciudadanos europeos se suceden cada día en redes sociales y medios de comunicación. El clima de inseguridad, además, no evita situaciones de psicosis colectiva, de pánico en aglomeraciones y espectáculos públicos, provocando desórdenes y avalanchas con heridos de por medio.
La cita es demasiado fácil y utilizada, pero no por ello menos cierta: un fantasma recorre Europa, el fantasma del yihadismo.
La pérdida de la seguridad
Los gobiernos ponen en la lucha anti-terrorista todo tipo de recursos: humanos, tecnológicos, económicos. Pero a la vista está que los servicios de inteligencia, las fuerzas de seguridad, las tropas desplegadas en las calles no pueden impedir los ataques. El éxito indudable estriba en que cada año se desarticulan decenas de células, y se impiden muchos ataques y asesinatos. Pero ni la prevención ni las defensas pasivas impiden que se ataque en Notre Dame o Westminster, emblemas históricos de Europa.
La impotencia de las autoridades se ejemplifica bien en el hecho de que en Gran Bretaña el gobierno dicta a los ciudadanos que corran, se escondan y pidan ayuda. Pero ni siquiera la ayuda está asegurada, desde el momento en que los terroristas atacan antes a los policías que a las personas a las que éstos deben proteger.
O los ciudadanos aumentan la fe en unos Estados que fallan en protegerlos, o depositan en sí mismos una seguridad que éste no les garantiza. En el último atentado de Londres no pocos ciudadanos –incluido un heroico español- se enfrentaron abiertamente a los terroristas en las calles. Al hacerlo, desobedecían las normas y directrices de los expertos antiterroristas, de la policía y de los gobiernos: de aquellos a quienes pagan por protegerles. Al desobeder, salvaban vidas y frustraban el objetivo de los terroristas. La tendencia es que los ciudadanos van a tener a medio plazo que aprender a defenderse ellos mismos de estos ataques de baja intensidad, aprender a enfrentarse y neutralizar a los terroristas, porque las autoridades no son capaces de protegerles siempre.
¿Es Europa segura? Ciertamente, es posible rebajar el listón de lo considerado seguro, constatar que de los cientos de millones de europeos sólo unas docenas morirán cada año y confiar en que a uno no le toque ser acuchillado o tiroteado en el centro de Londres, París o Madrid. “Acostumbrarse” a la situación es posible sólo si se rebajan más y más los criterios de lo que es seguro y lo que no. Pero así estamos entrando en una espiral imparable. Los ataques yihadistas en las ciudades europeas no sólo no cesan: continúan con más frecuencia. No sólo continúan, sino que lo hacen de manera cada vez más frecuente. Y lo hacen al tiempo que la inmigración musulmana crece y se asienta en determinadas áreas del continente, que sirven de base de operaciones.
Entre una cosa y otra, Europa es cada vez más insegura.
La pérdida del territorio
Llegamos así a una segunda cuestión. No se trata sólo de la incapacidad para garantizar la seguridad de los ciudadanos: también del control del territorio. De nuevo aquí el discurso de las autoridades contrasta con la realidad. Durante años, algunos gobiernos europeos han estado negando la existencia de no-go zones, llegando incluso a amenazar con denuncias a quienes hablasen de ellas. Hoy es ya reconocido que el yihadismo ha arraigado en barriadas enteras de grandes ciudades, al amparo de una mayoría musulmana que no puede o no quiere acabar con él. La policía tiene problemas para operar en barrios de Bruselas, Marsella o Estocolmo: para saber qué ocurre dentro y quien hace qué en su interior.
Hemos entrado en el siglo XXI con barrios de Europa en los que el Estado no puede hacer cumplir la ley y evitar que los barbudos impongan la sharía a golpe de insulto y amenaza, que se trafique con armas y drogas, que se escondan terroristas, y que se planeen atentados en territorio europeo. Por primera vez en siglos, los Estados europeos parecen incapaces de controlar todo su territorio con eficacia.
¿Otra Alta Edad Media?
Seguridad, población, territorio son precisamente los atributos tradicionales del Estado occidental, que éste tiene graves dificultades para garantizar. Pensar en el declive o muerte del Estado resulta turbador y difícil de asumir: a fin de cuentas, ha sido la forma política en occidente en los últimos siglos, a la que estamos acostumbrados y la que nos parece más legítima. Pero al igual que sus antecesoras –las ciudades-estado, los imperios, los reinos, los señoríos- el Estado no es eterno ¿por qué iba a serlo? Es temporal, y por tanto tiene principio y fin. No hay motivo para pensar que, a diferencia de sus antecesores, el Estado vaya a existir para siempre, especialmente si los atributos tradicionales –control del espacio y seguridad de la población- se erosionan. Pero es precisamente eso lo que se adivina en el horizonte.
Conforme el relativismo intelectual, el progresismo y la corrección política sigan erosionando las bases del Estado, éste seguirá paralizándose, sin tomar las medidas adecuadas, de manera que el discurso de los gobiernos seguirá separándose de la realidad en las calles. Conforme las fronteras continúen siendo porosas y la globalización avance, peor control ejercerán las autoridades sobre lo que ocurre en su país. Conforme miles de musulmanes sigan asentándose en las ciudades europeas trayendo consigo su propia concepción de vida, el Estado seguirá perdiendo control sobre el espacio nacional, de manera más o menos abrupta. Y conforme sigan sucediéndose atentados de todo tipo y condición, los europeos empezarán a estar seguros de una cosa: de su inseguridad.
El yihadismo europeo ha mostrado y acelerado la crisis del Estado y del orden que durante la edad moderna y contemporánea ha dependido de él. Sin eficacia, sin consensos básicos, parece erosionarse de manera continua. Durante décadas se ha hablado del fin del Estado, y de la necesidad de adaptarse a un mundo en el que éste no esté presente. ¿Y si ha llegado, por fin, ese momento?
Europa parece caminar, más lenta o más rápidamente, hacia una situación de desorden, porque el Estado ha visto erosionada su capacidad: a lo cual no es ajena la Unión Europea, peso muerto en estos temas. En términos históricos, a todo orden sigue un desorden, y el pasado europeo está repleto de ejemplos. El más claro lo tenemos en el desmoronamiento del Imperio Romano de occidente y la aparición de lo que los historiadores llaman la Alta Edad Media. Como hoy, parecía impensable un mundo sin el orden romano. Pero éste desapareció: la paz romana a la que se había acostumbrado el continente quedaba ya atrás, dando lugar a un vacío que hoy vemos como algo caótico y desordenado. La Cristiandad aún tardaría en asentarse como poder ordenador fuerte, y mientras tanto el continente deambularía de peligro en peligro. El Islam presionaría en las fronteras del continente penetrando en él con ánimo de conquista; las fronteras y comunicaciones se caracterizarían por la inseguridad y la existencia de zonas sin ley ni orden; y poderes diversos en tipo y tamaño rivalizarían por todo el continente, en una compartimentalización del territorio en zonas muy diversas social y políticamente.
¿Avanza Europa hacia una postmoderna segunda Alta Edad Media?