El otoño es mi estación preferida. A pesar de trabajar en el centro de Madrid tengo la inmensa suerte de ver pasar las estaciones del año desde el balcón de mi despacho. Y créanme, nada es igualable al color de El Retiro en esta época. Por muchas fotos que haga, siempre pienso que no le hacen justicia. Luego me doy cuenta de que tengo la cámara del móvil rota y me viene a la cabeza eso tan socorrido de ‘no eres tú, soy yo’, pero esta vez de verdad.
Mi padre pintaba el otoño como nadie, aunque lo que más me maravillaba de él era su capacidad para dibujar con un simple boli bic lo que fuera en cualquier trozo de papel, ya fuera una servilleta o una tarjeta de visita. Escribo esta columna delante de «Otoño», un cuadro que hizo para mi madre y que ahora ella mira horas y horas sin pronunciar una palabra. De vez en cuando sale de esos ratos de silencio, me pregunta si de verdad ese cuadro lo pintó papá especialmente para ella y yo le señalo la dedicatoria que ella no alcanza a leer escrita encima de la firma: «A Manés».
Papá nunca dedicaba los cuadros, pero en esta ocasión lo hizo para que este no saliera de casa como había pasado con otros. Qué acierto. En ese momento no imaginaba los largos paseos otoñales que daría junto a mi madre desde la eternidad. La nebulosa de la mente a veces conduce, o quizá reconduce, a una fabulosa confusión que protege del dolor de una manera tan prodigiosa y curativa que no comprendo cómo algunos necios a este estado concreto lo llaman demencia de manera despectiva. Bendita demencia cuando es la mejor autodefensa para el más profundo de los dolores.
La primavera es la estación de la explosión emocional después del hartazgo de enero y febrero. La alteración. Lo imprevisible. Amor de terraceo, sol y tormenta. El verano es la estación de los amoríos, que no necesariamente de los amores. Pasajeros, frívolos, divertidos, apasionados. Esos que de jóvenes nos parecían tan eternos como el mismo mes de agosto. Pero el otoño. El otoño es la estación reposada, anaranjada sin herir la vista, cálida para el corazón, intensa en colores, fresca sin llegar al frío del invierno, pero que permite chimenea y copa de vino. Creo que es la estación del amor por excelencia.
Si te enamoras en otoño, es el amor eterno. Supongo, porque que yo recuerde nunca me he enamorado en otoño. Mis padres se hicieron novios en un mes de octubre. Quizá por eso se dejaron un cuadro en el salón para que cuando uno de ellos faltase tuvieran un lugar donde encontrarse algunos ratos y volver a esos tiempos sin que nadie les molestase. Ellos hicieron una gran familia, pero nunca dejaron de ser pareja. Qué inteligentes fueron.
Y si ya me pongo insoportable, porque si no lo hago no sería yo, creo que amar en el otoño de la vida —por favor, perdónenme esta cursilería, pero ustedes me entienden— puede ser el mejor amor del mundo. Siempre y cuando no se haga como solución para no estar solo, claro. También si uno ha madurado bien, y esto no lo den por hecho porque los hay que no maduran ni con 30 ni con 40 ni con 50 ni con 60. Y claro con 50 o 60 se nota mucho más, señores.
Aunque el amor con vocación de compromiso real está en franca retirada, la infidelidad es cada vez más frecuente —en hombres y mujeres— como síntoma del egoísmo más inmaduro por caprichoso, y somos más consumidores de relaciones sucesivas que otra cosa, todavía hay esperanza. Estamos a tiempo de hacernos el bien a nosotros mismos y a otro.
Yo, que tampoco soy ejemplo en esta materia, les recomiendo que amen de verdad, a la antigua, y, si les da tiempo, háganlo en otoño que es precioso, da muy buenos resultados como demuestro en el artículo y todavía pillan el Black Friday.