Ni me gusta lo que dice el título ni me gusta cómo lo dice (en inglés) ni tengo ninguna gana de escribir este artículo. ¿Por qué me pongo, entonces? Todo tiene su explicación. No me gusta pensar que nuestros hijos tendrán nada que reprocharnos, pero lo tendrán, empezando por la deuda pública y acabando, me temo, por algo peor. Para que por lo menos los míos no me reprochen que no hice todo lo que está en mi mano, escribo este artículo a pesar de mis pocas ganas. Lo del inglés se debe a que el título es una etiqueta que aparece en las redes sociales y que acompaña a las voces de alarma sobre la permisividad con la que estamos llenando Europa de tantos musulmanes que la odian. Lo del inglés valga como aviso de que el problema es continental.
Mi deber con mis hijos es señalar el problema y sugerir soluciones. Sobre todo, lo segundo, porque lo primero, con las masivas manifestaciones en toda Europa a favor de la causa palestina, que han devenido a favor de Hamás, no deja lugar a dudas. En España se han visto imágenes y se han oído lemas alarmantes. Negar a estas alturas el problema es directamente suicida. Y ni siquiera es una eutanasia, porque no será una muerte (la de Europa) dulce.
Vayamos a las soluciones. No se puede culpabilizar a toda la población musulmana, por estricto sentido de la justicia. Hay que ir por partes. Lo más urgente es cortar de raíz la inmigración ilegal. De un modo tajante. No se puede no tener control sobre quién ni cuántos ni cómo ni para qué entran en España. Eso es una locura. Y lógicamente, si el primer acto de quien entra en España es quebrar por la fuerza nuestro ordenamiento jurídico, no se puede esperar que, tras tamaño reforzamiento positivo del delito, tengamos después ciudadanos ejemplares.
¿Qué hacer con lo que ya tenemos dentro y que se ha visto en las manifestaciones y se ve en los índices de delincuencia, cuando nos dejan atisbarlos? Hay que expulsar a los ilegales por las mismas razones expuestas ya, más otra más. Los inmigrantes legales y también los indígenas hemos de ver que la ley y el orden son una cosa seria que no puede vulnerarse impunemente. Esto tiene un valor pedagógico esencial también para los que están dentro y podrían asimilarse, si les diésemos la oportunidad.
Los delitos, como ha dicho el ministro del Interior de la república francesa, han de suponer la inmediata expulsión igualmente y por idénticas razones. Añadiendo, de nuevo, una más. La protección de la comunidad musulmana honrada y respetuosa. Entre los delitos, la policía debe perseguir específicamente las apologías al terrorismo, el racismo antijudío y las llamadas a la violencia. Ahí se debe ser implacable, aunque sea una pintada. He visto vídeos de tipos en España con un altavoz aterrorizando a los judíos a cara descubierta. ¿Se van a perseguir tan terribles amenazas? Hay que poner especial cuidado en lo simbólico, porque el terrorismo islamista juega —con fuego— con lo icónico. Que en Londres hayan colocado la bandera palestina y el dichoso pañuelito a la estatua ecuestre del Carlos I de allí no es ninguna broma.
Las concesiones de residencia y no digamos ya de nacionalidad necesitarían unos criterios muy claros y exigentes de conformidad básica con la cultura y el espíritu de la nación española. Democracias tan intachables como la australiana pueden servirnos de modelos de Derecho Comparado. En diez años, los que nacionalizamos ahora alegremente —y tal vez en fraude de ley— tendrán representación parlamentaria. Como está a la vista con los pactos del PSOE con Bildu, a poco que sean necesarios para desbancar al rival, se negociarán con ellos cosas esenciales.
España tiene una continental ventaja competitiva con respecto a otros países europeos: su fraternidad con los países hispanoamericanos. Si nuestros hermanos de allá quisieran venir aquí, tienen que gozar de prioridad por razones históricas, de sangre, lengua y fe, y también de puro interés descarnado. Lazos similares nos unen a los sefardíes. Verdad que también tenemos cerca a nuestros vecinos marroquíes, pero no olvidemos el sabio consejo del delicado poeta norteamericano Robert Frost en su poema Mending Wall de 1914: «Las buenas cercas hacen buenos vecinos».
Son urgentes consejos prácticos, expuestos a la pata llana, sin el vuelo intelectual ni el aire literario que intento dar a mis otros artículos. Merece la pena si conseguimos que nuestros hijos no nos terminen odiando por el país en llamas que les dejaremos si no hacemos nada. O que, al menos, los míos —y los de usted— sepan que nosotros sí hicimos todo lo que estuvo en nuestra mano (en nuestra pluma, en nuestros votos).