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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Sin tiempo para la paciencia

4 de diciembre de 2013

“Soy un extranjero que aún quiere creer en los cuentos de hadas que hablan de la victoria del bien sobre el mal”… Y yo. Yo también soy ambas cosas: un expatriado y un creyente en la capacidad de los élitros de los elementales para ahuyentar a las mesnadas de la envidia, la impiedad y la traición. Pero, tras esta frase, seguimos leyendo y en el horizonte aparecen: una niña musulmana introducida viva en una mezcladora de cemento, luego activada a mano por sus captores; el gitano Ibro y su familia, decapitados por los chetniks a los que recibieron con café y licor; Milijana, señalando con el dedo desde la torreta de un tanque las casas de amigos y vecinos que había que destruir; el prisionero al que se descubre, durante su registro, un gancho triple usado para sacar ojos…

Episodios como estos conforman el poso y la energía inspiradora de los relatos incluidos por Velibor Colic en Los bosnios, narraciones con la precisión, brevedad y rotundidad de los de un Carlos Lencero o un Juan Maya que hubiesen querido fotografiar la fría impavidez del cultor de la crueldad. Colic –cuyo libro ha publicado Periférica– sirvió como soldado bosnio antes de ser confinado por su propia gente por desertor, después de ver cómo las muñecas de los cautivos eran atadas con alambre de espino y decidir que ésa no era su guerra. Y es que, con historias muy similares, podría perfectamente haberse escrito Los serbios, o Los croatas, o Los kosovares, o Los rusos, o…

Por desgracia, los escritores ejercemos demasiado a menudo como albaceas de la atrocidad. La materia prima de nuestro arte es la vida misma, y por ella pulula un número de personajes infames muy superior al de los decentes.

Pasamos por tiempos de cicatería ética, incertidumbre y colapso sentimental. De hecho, en circunstancias normales, la actual constituiría una época idónea para la proliferación de vocaciones peregrinas. Con tanta gente desocupada y despojada de estabilidad amorosa, en el Camino de Santiago debiera haber atasco. Pero falta la motivación espiritual. Falta el clima, refractario a cuanto incumba a la purificación del alma. En su avance y ascensión, el peregrino del Medioevo o el Barroco se veían sostenidos, en gran medida, por la caridad y compasión de quienes hallaba en su camino. ¿Quién da ahora un pitillo, o invita al caminante desconocido a entrar en su cocina y sentarse a recobrar fuerzas con una sopa y unos macarrones? Y, ¿quién, como Kerouac, va a reconocer bodhisattvas en los compañeros polizones?

Las circunstancias son propicias para un resurgir espiritual, pero la atmósfera dominante, lejos de favorecerlo, pone todas sus fuerzas en contribución para anegarlo. De todos modos, cuando nos tambaleamos, agobiados por el peso que nos atemoriza y estrangula de la precariedad laboral, de la debacle económica, de la epidemia de infertilidad artística, del derrumbe familiar o de los galimatías financieros en los que quien nos mandó enredarnos, debiéramos quizá –ya que no nos echamos al camino– asomarnos a estas páginas de Los bosnios, o a las de Sin tiempo para la paciencia, de Zev Birger, uno de los cinco títulos editados por Plataforma para conmemorar el Día del Holocausto desencadenado por el III Reich contra los judíos europeos y llegado a nuestras manos coincidiendo con la muerte de Ceija Stojka, una de las más corajudas activistas en la lucha contra el olvido de otro Holocausto no tan famoso, pero no menos merecedor de la hache mayúscula: el padecido en la misma época y circunstancias por el pueblo gitano.

Deberíamos, sí, asomarnos a ellas, y no sólo por su valor artístico, que también, sino para revivir, mediante la lectura del testimonio personal de Birger, la desesperación de los cónyuges separados para siempre a los dos meses de su enlace, la redada de –exclusivamente– niños organizada en marzo de 1944 en el gueto de Kaunas (Lituania), la proeza de seguir respirando y viviendo sin alimentos básicos, trabajando bajo látigo y como mulas, bajo una total ausencia de condiciones higiénicas, a merced de la disentería que en pocos días convertía al individuo en esqueleto andante… y aterrado por la eventualidad de, al día siguiente, poder resultar elegido al azar para tomar un tren con destino al reino de los muertos.

Quizá, sí, la lectura de tales vicisitudes –narradas, como las de Velibor Colic, sin odio ni concesiones al morbo– nos invite a admitir que no somos tan especiales, ni tan terribles nuestras penurias. “Para poder seguir”, escribe Birger, “tenías que repetirte cien veces al día: Sobreviviré. Saldré de esta”. Y es que, como reza el antiquísimo proverbio chino: “En vez de despotricar contra las tinieblas, más vale encender una pequeña linterna”. Siempre que le quede a uno una cerilla, claro.

*Joaquín Albaicín es escritor.

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