De un par de años a esta parte no cesa la cantinela del “salvemos lo público”. Por lo público quieren decir lo estatal, pero esa palabra tiene mala prensa, así que repiten como cacatúas lo de lo público añadiéndole habitualmente la coletilla lo de todos. No veo necesario recordar que lo estatal no es de todos, es de quienes manejan al monstruo y de la nómina inmensa de carpantas que viven de él hasta el día del juicio; es, en suma, de los políticos y de los funcionarios, los dos oficios más nocivos para la prosperidad económica de un país que imaginarse pueda. La gente común sabe de qué va el tema, a Juan Español es difícil engañarle, por eso tanto unos como los otros son objeto de cuchufletas. La gente sabe, por ejemplo, que los políticos son, por regla general, una tropa de indeseables y que los funcionetas, también por regla general, no dan chapa o, mejor dicho, dan la mínima chapa para que no les expedienten y se les acabe el chollo.
Hasta hace no mucho se pensaba que el chupatintas de ministerio vendía su libertad, su talento y buena parte de su vida a cambio de la seguridad de un empleo vitalicio aunque normalmente infame y mal pagado. Bien, ha llegado la hora de revisar esas convicciones. Los empleos estatales siguen siendo tediosos y alienantes, pero de mal pagados, nada. El INE nos acaba de recordar que los burócratas a sueldo del Leviatán ganan un 46% más que los que nos deslomamos en el sector privado. Porque esto es así. El funcionario cobra de lo que otro pone. Esa vieja idea socialista de un país de funcionarios es una quimera, un absurdo que sólo cabe en la capitidisminuida cabeza de los economistas del sable, léase agarzon & Co. La riqueza, la verdadera riqueza no los disparatados planes de gasto estatales, la generan las empresas privadas. Son los empresarios y no los burócratas quienes descubren las oportunidades de negocio y las explotan. Si de la política y sus siervos administrativos dependiese el desarrollo económico aún viajaríamos en coche de caballos o, afinando el tiro, aún viajarían ellos en coche de caballos, porque el común de los mortales se desplazaría a pie.
La ecuación es simple. Una mayoría de trabajadores crea riqueza de la nada mientras otros la dilapidan gracias a un privilegio que les ha concedido el Gobierno. Resumiendo, que la lucha de clases, en cierto modo, existe. Es una lucha silenciosa y desigual. De un lado los que trabajan y satisfacen la demanda del consumidor, del otro los que trabajan porque un político así lo ha decidido. El político suele decidir también que el segundo grupo sea sagrado e intocable. Y en este punto nos encontramos ahora. De la crisis nos hemos enterado todos menos ellos, que no sólo ganan más que en 2007, sino que son unos cuantos más que en aquel año de las luces del burbujón. Y lo mejor es que no quieren enterarse. De ahí lo de “salvemos lo público”, es decir, lo suyo, lo de ellos, lo del burócrata al servicio del politicastro. Puesto así a lo mejor lo entienden y todo.