En 1970 se estrenó una película del realizador polaco Andrzej Wajda que se llamaba casi igual: Paisaje después de la batalla. Doce años después el escritor español, y sin embargo catalán, Juan Goytisolo publicó una novela a la que puso casi el mismo título. Casi, digo, porque el paisaje en singular del polaco se volvió paisajes, en plural, en el libro del español. Las batallas a las que uno y otro aludían eran diferentes. Cruenta, la de Wajda, y costumbrista o caracteriológica, por así decir, la de Goytisolo, pues su intención era la de retratar y satirizar «la espantosa comicidad del género humano». Así, literalmente, la definió su autor en el programa de televisión que yo dirigía y presentaba por aquellas fechas, y en el que lo entrevisté.
Lo que ya ha empezado es la tercera gran batalla de la historia librada en la capital de un país eternamente enfrentado a sí mismo
Confieso que hoy, al empezar a escribir esta columna, a punto he estado de caer en la tentación, muy literaria, de seguir los pasos de Goytisolo y de dedicar el texto a poner en solfa la irresistible comicidad de le señore ministre de le cartere de Discriminación Sexual, que anteayer, en no sé qué acto de fanfarria mediática, habló a toda mecha de «niños, niñes, niñas, hijos, hijes e hijas» ‒¿a qué categoría pertenecerán los suyos en medio de semejante batiburrillo?‒ consagrando así, en medio del ridículo general no exento de estupor, un estribillo grotesco que pasará a la historia de la estupidez y, en efecto, de la comicidad humana, humano o humane. ¡Lástima que Goytisolo, premio Cervantes, ya difunto, se lo haya perdido! Seguro que, a pesar de su heterodoxa sexualidad, galanamente aceptada y declarada, le habría sacado punta.
Pero no. Me pongo firme, frunzo un poco el entrecejo y opto por la épica, más acorde con los tiempos, renuncio a la sátira (y no digamos a la lírica) y me acodo a la barandilla de mi balcón, que está en el centro de Madrid, para atisbar el paisaje anterior ‒el posterior ya se verá‒ a la descomunal batalla que ya ha empezado. No en balde se habla por todas partes de campaña, un término de resonancias bélicas.
No tengo empacho alguno en anunciar, como ya lo he hecho en otras ocasiones, que votaré a Rocío Monasterio
Mis tres gatos, a todo esto, se acaban de instalar en el sofá, a medio metro de distancia, y me miran con elegante displicencia, ajenos al fragor del combate, que esta vez, olvidando los ladrillos de Vallecas, será meramente electoral. Quizá debería imitarlos, pues ese entrechocar de aceros también me llega de lejos, pero la profesión, que no la vocación (son cosas en este caso muy distintas), me incita a aporrear las teclas. Lo que va a empezar, lo que ya ha empezado, lo que hasta el 4 de mayo no se traducirá en derrota de los unos y en victoria de los otros, es la tercera gran batalla de la historia librada en la capital de un país eternamente enfrentado a sí mismo, que yo no elegí, pero que de grado o por fuerza es el mío. Las otras dos batallas fueron la del Dos de Mayo de 1808, que abrió la espita de la guerra de Independencia, y la del 18 de julio de 1936, que prendió la mecha y atizó la hoguera de la guerra civil. ¡Pobre ciudad mía, la que ahora se extiende a los pies de mi balcón, convertida una y otra vez en escenario del cuadro de Goya en el que dos españoles se muelen a palos! Esa pintura negra, negrísima, del Divino Sordo más que pintura es una fotografía.
¿Qué es lo que veo? ¿Qué es lo que oigo? Pues oigo y veo a tres demagogos que quieren saquear el bolsillo de los madrileños y poner grilletes en los tobillos de su libertad de movimiento, y a tres personas de bien, o por tal las tengo, que, si se unen, podrán frenarlas en seco y juntar sus voces en el viejo y excesivamente manoseado grito del «¡No pasarán!».
No tengo más ideología que la del sentido común ni más norte que el de mi instinto de conservación. Hagan juego, señores, y señoras, y señoros
Ante esa batalla, en la que todos ‒los demagogos y quienes no lo son, y sus respectivos palmeros y seguidores‒ nos jugamos mucho, no cabe pasar de largo, por más que a ello me induzcan la acedia, el hartazgo, el escepticismo e incluso la misantropía propias de mi edad. No voy a encaramarme a una tarima ni a esgrimir un megáfono, como quizá lo hubiese hecho en remotos tiempos, pero sí voy a hacer, por escrito, todo lo posible para convencer a la gente no sólo de la necesidad de acudir a las urnas, así lluevan chuzos y menudee la pandemia, sino para convencerles de que, in dubbium, condicionen su voto en función del único desenlace hoy por hoy posible y deseable: Isabel Ayuso puede y debe revalidar su título de presidente (no presidenta) de la Comunidad de Madrid, pero, en la práctica, ya que no en la teoría, para eso va a necesitar el apoyo de Rocío Monasterio, seguro, y también, si Vox quedara por debajo de los diez diputados, el de Bal. Estoy convencido, pese a lo que dolosamente auguren determinadas encuestas cocinadas por los fulleros de costumbre, que el partido de Abascal obtendrá un resultado similar, mutatis mutandis, a los que recientemente obtuvo en Cataluña. Pero, por si acaso, amigos, ya que a las urnas, en no pocas ocasiones, las carga el diablo, yo no tengo empacho alguno en anunciar, como ya lo he hecho en otras ocasiones, que votaré a Rocío Monasterio para reforzar, antes de la batalla, la candidatura de Isabel Ayuso.
Nunca he entendido por qué, en una democracia que lo sea de verdad y en la que no se apliquen represalias a los perdedores, el voto tiene que ser secreto. El mío no lo es y nunca lo ha sido. Expuesto queda. Yo no soy un politólogo que se cura en salud y esconde sus naipes en la bocamanga, sino, simplemente, un madrileño que el 4 de mayo votará lo que la cabeza y el corazón le indiquen. No tengo más ideología que la del sentido común ni más norte que el de mi instinto de conservación. Hagan juego, señores, y señoras, y señoros. Por mi parte, rien ne va plus.