«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Cieza, 1969. Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Ha escrito en diversos medios digitales y colaborado en el podcast cultural 'La caverna de Platón'. También escribe reseñas literarias para 'Librosobrelibro'. Es autor de dos libros de aforismos: 'Fragmentos' (Sindéresis, 2017) y 'Contramundo' (Homo Legens, 2020). Su último libro publicado hasta la fecha es 'El equilibrio de las cosas y otros relatos' (Ediciones Monóculo, 2022).
Cieza, 1969. Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Ha escrito en diversos medios digitales y colaborado en el podcast cultural 'La caverna de Platón'. También escribe reseñas literarias para 'Librosobrelibro'. Es autor de dos libros de aforismos: 'Fragmentos' (Sindéresis, 2017) y 'Contramundo' (Homo Legens, 2020). Su último libro publicado hasta la fecha es 'El equilibrio de las cosas y otros relatos' (Ediciones Monóculo, 2022).

Para qué sirve la política

15 de noviembre de 2024

La devastación que ha sufrido Valencia debería llevar a que nos planteáramos algunas cuestiones previas. La primera y quizá más urgente de ellas es para qué sirve la política. La respuesta que se nos daba desde una concepción clásica era que la política servía para ordenar de manera razonable la vida de los pueblos con el objetivo de preservar el bien común. Nuestra época, sin embargo, introdujo en esta definición tan sensata un elemento disgregador. Si el bien era una noción relativa, dependiente de la subjetividad del individuo, no era posible identificar un bien común. No era posible, por tanto, que existiera una comunidad de hombres y mujeres unidos en un proyecto concertado de vida armoniosa. Lo que hay —nos dice nuestra época— es una muchedumbre de sujetos que actúan en función de sus propios intereses, vinculados por un imaginario contrato fundacional y subordinandos a un poder que, a cambio de someterlos, vela por su seguridad.

Hobbes dio a ese poder el nombre de Leviatán, «un dios mortal», según sus propias palabras. Y es ese dios el que, durante los últimos siglos, ha venido rigiendo las vidas de las naciones bajo la denominación de Estado. Sin embargo, ha ocurrido algo decisivo: cada vez con mayor voracidad, el Estado se ha arrogado atribuciones inéditas. De ser el garante de la seguridad de los ciudadanos pasó a postularse como el ente capaz de hacerlos felices. Fue un cambio de consecuencias formidables. En su ensayo Sobre la revolución, Hannah Arendt lo resume así: «La Revolución había cambiado de dirección; ya no apuntaba a la libertad; su objetivo se había transformado en la felicidad del pueblo».

Lo que surgió a partir de esta nueva concepción del Estado son las diversas formas de totalitarismo que ha conocido la historia reciente, todas ellas hermanadas por la retórica falaz de bajar el cielo a la tierra. Sin embargo, también los sistemas demoliberales han sucumbido a este hechizo. A partir de cierto momento, en las sociedades que se tienen a sí mismas por democráticas la política se impregnó de un componente pseudomágico mediante el cual se intenta hacer creer a la gente que puede confiar la totalidad de sus vidas a la acción siempre benéfica del Estado. El método utilizado para que el engaño surtiera efecto fue la legislación. Por eso, los gobiernos se han convertido en maquinarias generadoras de leyes que, bajo la excusa de actuar en aras de la felicidad y el bienestar colectivos, han acabado invadiendo todas las esferas de la existencia y, de paso, han convertido la sociedad en un campo de batalla permanente.

Pero una tragedia de la magnitud de la acontecida en Valencia representa un punto y aparte. Se mira la política de otra manera. Se empieza a ver que detrás del interés compulsivo por enredarnos en una maraña de leyes de las que no acaba de verse claro en qué medida redundan en nuestro beneficio, lo que podría haber es el afán de una oligarquía por justificar las prebendas de que disfruta. Es como abrir los ojos a la realidad y despertarse en mitad de una pesadilla. Se ven pueblos enteros arrasados y la gente se pregunta para qué sirve la política. Los dirigentes señalados con el dedo de la ira popular se enredan en tecnicismos competenciales y la gente intuye la vileza del ardid, el oprobio de una nueva artimaña. Ya al gobierno —a los gobiernos, para ser exactos— no se le contempla tanto como a un organismo provechoso para la vida en común como a un artefacto que expolia los recursos de todos con el objeto —no único pero sí prioritario— de alimentar a la red clientelar en que se sustenta y a todo el aparato propagandístico que lo sostiene.

Llega entonces el momento de recuperar una idea más modesta de la política, pero también más esencial y realista. La política no está para hacernos felices ni para drogarnos con promesas imposibles ni para reprogramar nuestras costumbres y fijar los límites estrictos en los que debe desenvolverse nuestra vida. Tampoco para rediseñar a base de dogmas ideológicos el interior de cada persona. La política tiene el deber primordial de anticiparse al peor de los escenarios imaginables y, al hacerlo, poner los medios necesarios para que las consecuencias de una catástrofe que, antes o después acabará por desencadenarse, resulten lo menos devastadoras posibles. Necesita a gente capacitada para ello, no a una estirpe de vendedores de humo que medran en el vacío moral de una sociedad que recompensa al que le endilga los embustes más atractivos. Sin esa garantía de salvaguardia de la vida y de la propiedad no hay nada. La política tiene el deber de administrar, sí, pero antes debe existir algo que administrar. Debe propiciar un terreno apto para la disputa, pero, a la vez, ha de mantener a la sociedad unida en torno a un núcleo inamovible de principios esenciales.

Valencia es ahora mismo el testimonio más doloroso y flagrante de la incompetencia de un sistema institucional y de una clase dirigente perfectamente desconectados de los intereses reales de los ciudadanos que los sufragan. Ignoro hasta qué extremos es corta la memoria de un nación, pero del fango pestilente que ha sepultado tantos pueblos y vidas debería emerger una conciencia cívica que no se resigne a la ínfima talla, a la impune y desesperante ineptitud de quienes, con su idea pervertida de lo que debe ser la política, nos han conducido hasta aquí.

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