No es más que una frase, pero es una convicción inconsciente, ni confesada ni admitida, arraigada en una gran parte de la sociedad española. Se tiene desde hace muchos años, quizá desde la estabilidad y continuidad del régimen de Franco hasta la actualidad, pasando por la transición, de que lo sustancial en cuanto a orden, servicios y cobertura social, no puede sufrir alteraciones sustanciales. Incluso ahora se refuerza, psicológica y colectivamente, esa idea y ese sentimiento desde nuestra pertenencia a la Unión Europea. Es una creencia extendida irreflexiva característica de unas generaciones que no han conocido conflictos verdaderamente graves, que les hayan obligado a alterar su visión de la realidad o a tener que adaptarse a circunstancias esencialmente diferentes a las previstas.
Unas colectividades que en Europa, y en España en concreto, han sido testigos en términos generales a pesar de coyunturas negativas, de una constante y progresiva mejora desde los años 50 del pasado siglo de las condiciones de vida, alcanzando unos niveles impensables para la mayoría, jamás conseguidos en ningún lugar o época pasada.
Esta confianza irracional en que nunca se pueden perder las cotas de bienestar alcanzadas, fruto de una idea lineal del “progreso”, y que solo se puede ir a mejor, es una hipótesis no contrastada por la historia y la que induce a que una parte de la población se atreva a buscar con sus votos, ensayar nuevos proyectos sociales, políticos o económicos utópicos, al menos en sus planteamientos elementales, que nos pueden conducir a los mismos desastres y sufrimiento que dichos proyectos han llevado a la humanidad en el pasado.
Vestidos bajo aparentemente nuevos ropajes nos encontramos ante viejos conocidos, de nuevo estamos ante mesianismos anarquistas, dirigismos marxistas o dictaduras totalitarias. Nuevas minorías redentoras que buscan alcanzar el poder amparados moralmente en su deseo de ofrecer el paraíso en la tierra, los mejor intencionados, o simplemente dominar, los más pragmáticos para la satisfacción de sus personalidades ególatras.
Únicamente la ignorancia colectiva, y la falta de experiencia de unas generaciones, unida a una bien instrumentada campaña por parte de unos medios económica e ideológicamente condicionados, pueden, aprovechando los fallos y corruptelas del sistema, intentar alterar el orden constituido. Eso es a lo que nos estamos enfrentando: grupos bien definidos buscan cambiar no tanto el mecanismo político sino el concepto de vida que encarna nuestra sociedad. El objetivo es derribar el sistema. En nombre de una imprecisa demanda de honestidad y justicia, se busca instalar un régimen que ha llevado a la sujeción, miseria y muerte a millones de personas en el pasado y que todavía al día de hoy, en algunas partes del mundo sigue esclavizando a sus poblaciones en nombre de unos ideales abstractos o de las ansias de poder de unos autócratas indecentes.
Esto que es obvio, parece no entenderlo un gran número de personas, que irremisiblemente solo se darán cuenta cuando quizá sea demasiado tarde para rectificar, y algunos ni aun así… Es una cuestión de fe o de intereses inconfesables. ¿Es que solo una catástrofe puede despertar el sentido común de los humanos? Si eso es lo tiene que suceder para recuperar la racionalidad, será que estas personas tal vez merezcan padecer lo que a continuación venga, pero lo injustificado del asunto es que hay igualmente muchas personas, la mayoría, que no se merecen tal escarmiento y sin embrago se verán sometidos a las mismas consecuencias de tales maniobras por las estrategias perversas de los partidos, unos por acción y otros por omisión.
Hemos querido pasar de un sistema autocrático a un sistema democrático y hemos acabado en un sistema de partidos en el que los jefes de los mismos ejercen de dictadores, es decir hemos vuelto a las autocracias, en plural, pues la autoridad del “jefe” está por encima de cualquier consideración, al menos en el corto plazo.
Lo que pasa es que esa complacencia de que al votar, no pasa nada es falsa, como si el sistema fuera indestructible, como si no hubiera que luchar día a día con competencia para mantener nuestro nivel de vida; si estos partidos no consiguen superar sus diferencias personales y lo que sigue es una evidente ingobernabilidad, sí se pueden perder muchas cosas que hasta ahora hemos dado por irrenunciables. De Europa no podemos esperar más que nos den oxigeno, pero nos lo cobrarán, y lo tendremos que pagar en el mejor de los casos a costa de sacrificios, la “troika” no son los reyes magos, ni las reinas magas, y tampoco está en condiciones de extender cheques ilimitadamente, pues podría acabar tan quebrada como nosotros mismos.
No sé si la frase es veraz, si fue o no fue Negrin, el último presidente de la República Española, el que la pronunció al final de la guerra civil, pero en todo caso es muy ilustrativa de la idea que estoy intentando transmitir: “No pasa nada…-dijo – y si pasa da igual… –continuó.” ¡Vaya si pasó! A él y a todos los demás… La única diferencia fue que él acabó sus días cómodamente, satisfaciendo su pantagruélico apetito lejos del país, mientras al resto ya conocemos la historia.