Un placer sobrevenido de este verano es leer los perfiles del juez Juan Carlos Peinado. Los críticos, quiero decir. No es un placer morboso, sino saludable, esperanzado, vigorizante. Quisiera explicar por qué. Como no han encontrado otras cosas para descalificarle —y mira que han buscado hasta dobles DNIs y demás—, se han de conformar con un tridente: 1) Es mayor. 2) No es un juez de carrera de campanillas. Y 3) Arrastra algunos fracasos profesionales.
Yo digo: «Hip, hip, hurra». Por supuesto, lo primero que celebro es que, tras una larga vida profesional, no le encuentren ni un doble DNI que llevarse a la cabecera de sus noticias. Esta integridad a prueba de rebuscas, lupas, pesquisas y rastreos es, a poco que se piense, admirable. Y nos deja una lección: la integridad moral acaba siendo un garante de la libertad propia y del servicio público.
Ahora vayamos al tridente, empezando por la edad. Esta sociedad tiende a dorarle la píldora a los jóvenes. Lo hace hipócritamente, porque en la realidad no les da muchas opciones de realizarse ni personal ni profesional ni familiarmente. Y, sobre falso, es contraproducente, como explicaba el filósofo Julián Marías. El juvenilismo es una utopía con fecha de caducidad. Les dice a los jóvenes que están en la mejor edad de su vida… que dura poquísimo. El carpe diem es una elegía a la vuelta de la esquina. Haría mucho bien a los jóvenes que se les propusiesen modelos de vida plena que duren toda la vida, con más años por delante que justifiquen los esfuerzos de preparación y la ilusión por el futuro. Así las cosas, es magnífico que el juez Peinado tenga setenta años y esté, él solo, dando la batalla de la independencia del disminuido poder judicial (David) frente al hipertrofiado ejecutivo (Goliat). Ha pedido dos años de prórroga para retrasar su jubilación hasta los 72. Para los que enfilamos el tercer tercio de nuestra vida, es un ejemplo impagable; pero para los que arrancan en su primer tercio es un acicate para coger carrerilla y llegar muy lejos. Hip, hip.
El segundo motivo de desdén al juez Peinado es que no es un magistrado de la Audiencia Nacional ni otro del Tribunal Supremo ni lo que quiera que sean —ni jueces ni magistrados— los del Tribunal Constitucional. Es un juez del montón, digamos. El clasismo es ubicuo. Lo curioso es que esto tendría que celebrarse como un éxito de nuestro sistema, tan adulterado, por cierto, por los aforamientos. La mujer del presidente del Gobierno está tan sometida a la ley como la mía, como es lógico y constitucional.
Lo tercero que afean a Peinado es que ingresó tarde en la carrera judicial (con 40 años), que había sido secretario de Ayuntamiento, que fracasó en su candidatura independiente a vocal del CGPJ y que tampoco logró entrar en la Audiencia Nacional. Si lo de la edad ya me venía de lujo, imaginen lo de los fracasos. Constata Michel Onfray que «a los cobardes les desespera cualquier fracaso». No es el caso, ya se ve, de Peinado. De hecho, es fácil deducir que esa carrera profesional a contracorriente le ha hecho más fuerte y menos maleable. No parece deber favores a nadie.
La instrucción sigue su curso contra viento y marea y ministerio fiscal, y ya veremos en qué para. Por lo pronto, con la declaración como testigo de Pedro Sánchez se manda al mundo un mensaje de normalidad institucional y de separación de poderes. En una España tan vapuleada en su imagen democrática, hace un gran bien. Haría más bien aún si la presidencia de Gobierno no se resistiese tanto, y asumiese con normalidad y confianza en su inocencia esta investigación judicial. Pero tampoco está mal que alguien venza tantas resistencias, maniobras, presiones y zancadillas. Que sea un profesional mayor, normal y corriente y forjado en la brega vital nos llena, además, de esperanza, personalmente hablando.