«Ser es defenderse», RAMIRO DE MAEZTU
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Una película sobre Amy, la hija de Ryan

24 de julio de 2015

Cumplidos los cuatro años de su muerte su vida ya es carne de exposición mercadeada. Acaba de estrenarse Amy, el documental sobre la Winehouse, porque en la civilización del espectáculo el mundo es una carpa de circo sostenida con el lema cruel de que el show tiene que continuar. En tiempos de revolución todo está desprovisto de rutinas, por eso las taquillas se someten a la leyes de la novedad, como si fueran el reverso comercial de los templos -sobre todos los cristianos- donde lo que se venera gratis es que siempre sucede lo mismo.

Amy era una niña judía del norte de Londres con el pecado original de poseer una voz adorable, que es igual que ser albina en el corazón de África, que te conviertes en un fármaco para los demás. A los veintisiete años ya le habían exprimido hasta la última nota, algo que en realidad tiene muy poco de novedoso -sólo la tradición innova- porque esa edad temprana es todo un club entre las leyendas musicales. En ella sucumbieron Janis Joplin, Jimmi Hendrix, Jim Morrison o Kurt Cobain, como si fueran almas de obsolescencia planificada.

Muchos de ellos son muescas del aquelarre mefistofélico del 68, cuando medio planeta empezaba a exaltar la adolescencia como un valor, el acné como una virtud. En ese tiempo y en un contrapelo romántico -casi una versión cinematográfica de ChateaubriandDavid Lean filmó La hija de Ryan. Al contrario de lo que vendía la cocacola y la crema pringosa de la intelectualidad, en aquella película los sueños juveniles no eran el pasaporte a un mundo feliz, ni todo el universo se explicaba conforme a los deseos infantiles. Un sacerdote irlandés -de la raza de don Camilo– se lo recuerda a Rosie, que era Sarah Miles encarnando a una jovencita pizpireta, consentida y mimada por su dinero y su belleza. “Rosie, no alimentes tus deseos. Sé que no puedes evitar tenerlos, pero no los alimentes, o te aseguro, ¡como hay Dios!, que algún día encontrarás lo que deseas.”

Pero ni caso al sacerdote, ni a David Lean, ni al sentido común. Se cumplieron sus anhelos -casi siempre se cumplen, por desgracia- y la pobre Rosie sufrió una versión irlandesa y aldeana de los hermanos musulmanes.

La adolescencia alargada de lo nuestro es diosa sangrienta que exige sacrificios humanos. Y la masa los celebra porque cada víctima se convierte en un nuevo icono de la insensatez, como le ocurrirá ahora al mito tóxico de Amy Winehouse, una chica que antes de los veintisiete ya había encontrado y padecido todos sus deseos.

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