Es muy lógico sentir cierta nostalgia de la guerra fría, porque también añoramos de la infancia los mundos más felices donde existían buenos y malos, que parte de nuestra naturaleza es gregaria y nos tranquiliza saber quiénes son los míos y en qué lado del Muro están. En el Madrid de la guerra -ese conflicto que también genera tantos nostálgicos, sobre todo entre quienes lo perdieron- cuando sonaban motores aéreos los viandantes miraban al cielo, se colocaban la mano como visera y el más atrevido sentenciaba: “son de los nuestros”. Todos asentían aprovechando que las insignias de los aeroplanos eran tan invisibles como las verdaderas simpatías de cada madrileño, y así, con el mismo avión, los dos bandos se reconfortaban.
Sabíamos que la sencillez de aquellos tiempos estaba desterrada mucho antes de escuchar la frase ingeniosa de Pío Cabanillas -“al suelo, que vienen los nuestros”- pero era difícil sospechar que el enredo llegaría a los niveles actuales, que son un cruce entre el Ulises de James Joyce y la tercera parte de Matrix. Algún cursi sentenció que en lo de Bárcenas faltaba relato, y ahora, tras meses de proceso judicial, podemos decir que hace mucho que perdimos el hilo de la trama. De todas las tramas. También de los Eres de la Junta, por supuesto, aunque ahora Moreno Bonilla se ofrezca a doña Susana, no se si sabe si para echar a IU del gobierno o para que le den su mijita del fondo de reptiles.
Es inútil y aburridísmo tratar de seguir las filtraciones de los sumarios, que es como engancharse a series de televisión viendo tráileres. Nos quedan sólo impresiones borrosas de la realidad: la sensación de que en el banco de Blesa no convenía hacer un depósito; que si quieres emprender un negocio en Cataluña debes provisionar gastos como si estuvieras en Méjico; que si vives en Andalucía y -por la razón que sea- te has acostumbrado a haraganear, resulta muy apropiado tener un amigo en la Junta o en los sindicatos; y, por supuesto, que con Bárcenas no hay que ir ni a cobrar una herencia. Ya empezamos olvidarlo de quienes le nombraron tesorero, que son los mismos que le protegieron cuando estalló la primera fase de la Gurtel. Pero incluso para este nivel superficial es necesario mucho más tiempo del que cualquiera dispone para observar los latrocinios del prójimo. Por eso empieza a ser sencillo señalar a al juez Ruz o a la jueza Alaya, como si fueran de esa gente que no acaba nunca de contar el chiste, y se acaba cargando la velada.