Los jóvenes no aguantan una canción de más de tres minutos como para aguantar la mili y, no digamos, la guerra a la que Macron quiere enviarles. Nada menos que al frente ruso. Como nuestros abuelos, pero al revés. Suenan tambores de guerra en el Elíseo, pero la última vez que un gabacho se empecinó en doblegar a Moscú acabó colapsando ante el general invierno en la estepa rusa. Le petit Napoleón es orgulloso y cree —igual que nuestros abuelos, ahora sí— que Rusia es cuestión de un día para la fiel infantería.
De nuevo Rusia es culpable, sólo que ahora nadie sabe por qué y no hay rastro de los 20.000 jóvenes que tomaron las calles de Madrid cuando Serrano Suñer pronunció aquel eslogan desde el balcón del 44 de Alcalá, sede de la secretaría general del Movimiento. El banderín de enganche es hoy la propaganda más burda (gasoducto nord stream) difundida por una clase dirigente responsable del clima bélico-atómico (siempre lejos de Washington) y del encarecimiento de la calefacción con la hipocresía marca de la casa: envía armas a Kiev mientras compra el gas a Putin.
La guerra de Ucrania es la gran distracción para la Europa occidental, que tapa sus vergüenzas aludiendo al espantajo del oso imperialista. Algunos fantasean con el Ejército Rojo (¿o es blanco zarista?) desfilando en Bruselas y el Kremlin manipulando elecciones (ya están escritas las crónicas del domingo si arrasa el partido de Le Pen). En España, Begoña declara hoy ante la Justicia y los medios embrutecen al personal con la Eurocopa, el nobel de la paz que merece Zelenski y la vuelta de la Francia de Vichy. Acaso aspiran a plagiar lo que escribió Ridruejo cuando cruzó los Pirineos en tren con la División Azul: «A un lado España, iluminada y pacífica; al otro Francia, derrotada y en tinieblas».
Claro que no todo es oscuridad. El faro que hoy deslumbra a Occidente es el orgulloso arcoíris institucional —religión del imperio— en el que el mundo del dinero y la izquierda posmoderna se abrazan con regocijo: unos engordan la cuenta de resultados y otros amplían su hegemonía cultural. Por eso no debería sorprender que Macron y Melenchon se den carantoñas, si hasta en la segunda guerra mundial el capitalismo compartió trinchera con el comunismo soviético. De aliados a aliades. Y de ahí la inquina bruselense a Rusia: allí los únicos arcoíris que aparecen están en el cielo.
En la fiesta del consenso tampoco faltan otros privilegiados. Los grandes privilegiados. Los que hablan por encima del hombro al francés blanco que hoy es extranjero en su propio barrio convertido en un suburbio senegalés. Ese señor no sólo tiene que soportar que su mujer e hijas sean vejadas si llevan minifalda o, si es homosexual, que las turbas magrebíes o subsaharianas le apaleen. En ambos casos el feminismo y el lobby LGTBI callan. El que habla es Mbappé —multimillonario gracias al régimen de Catar— contra la opción mayoritaria del pueblo francés. Uno de sus compañeros de selección dice que Reagrupamiento Nacional quita libertades y se basa en el odio al prójimo. Lo de Bataclan, suponemos, debió ser un concierto que se fue de las manos.
Este mejunje, la alianza contra natura entre el islam y la izquierda que defiende el lobby arcoíris y el feminismo, debería saltar por los aires. Son muchas las contradicciones. Sin embargo, hay gato encerrado: les une el odio a la cruz, único elemento que aún vertebra lo que queda de Europa.
En España también se producen sinergias. Ibex, bipartidismo, Conferencia Episcopal y extrema izquierda hablan el mismo idioma. El Banco de España y la CEOE piden traer a 25 millones de inmigrantes en los próximos 30 años con el aplauso de Pablo Iglesias, Sánchez, Feijoo, Garamendi, Errejón y el padre Ángel. El Congreso, para regocijo del consenso, acaba de regularizar a medio millón de ilegales.
Ante esta Europa, la de los machetazos y la inseguridad, todos piden moderación. O sea, ruina y desarraigo para los de abajo, para la gente corriente, para los perdedores de la globalización que encima deben dar las gracias por este desorden posmoderno. A ello se agarra Macron, máximo exponente del centrismo liberal, que echa mano del único punto del programa electoral que le queda al sistema y que en España conocemos tan bien: el modelo asustaviejas. Si gana Le Pen habrá una guerra civil, dice Emmanuel. Pero la única guerra que están a punto de sufrir de verdad los europeos es la suya, la de Ucrania.
Algún día nos contarán cómo es posible que cuando gobiernan los moderados el mundo esté más cerca del precipicio. De Trump decían que nos metería en la tercera guerra mundial, pero suscribió un pacto histórico de desnuclearización con el chalado de Corea del Norte y pacificó Oriente Medio. El legado de Obama fueron las primaveras árabes y el ISIS y el de Biden una nueva guerra en suelo europeo a la que Macron quiere arrastrar a todo el continente.
La otra gran paradoja es que la prensa tache de racista a Jordan Bardella, el único que de verdad sabe qué es la inmigración. El candidato lepenista es hijo de inmigrantes italianos y vino al mundo en el suburbio parisino de Seine-Saint Denis, donde la racaille campa a sus anchas al margen del Estado. Bardella es un superviviente del ambiente de marginalidad y violencia provocados por la islamización y la sharía. Nadie mejor que él sabe que un votante de Le Pen es un comunista atracado tres veces en la puerta de casa.