A eso de la «polarización», penúltimo hallazgo de los guardianes de la moralina del Régimen, le ocurre como a la batalla cultural. Sólo se polariza —o sólo se es guerrero cultural— si así lo decide el sanedrín de la intelectualidad orgánica con sus profesores de universidad y escribas de determinados periódicos. Todo en función de su interés.
Es fundamental no tomarles mucho en serio si uno tiene la pretensión de intentar razonar sin estorbo y huir de ciertos caminos balizados.
Cuando se señala un agente polarizador, seguramente no esté polarizando como debiera. Es decir, al gusto de algunos. He ahí todo el problema que desemboca en anatema. Sólo una polarización situada en el extremo opuesto de todas las fobias que padecen nuestros Constant posmodernos sería la aceptable, pero jamás se bautiza como tal.
Allí donde hay principios o ideas que, creemos, merecen ser defendidos, tiene que haber un mínimo de pasión y, consecuentemente, de polarización. Ésta representa la atracción generada por el magnetismo de tales ideas y su contraposición a otras (polo opuesto). Que no sean muy elevadas, que nos entretengamos inútilmente en ellas o que algunos interpreten el situarse en ciertos lugares como la toma de una actitud cerril, son asuntos que merecen más detalle y menos concepto timo.
Al final, denunciar la polarización es otra manera de vender la moto —casi mito— de la moderación. Y aquí es llamativo el desfase que existe entre la teoría académica y la realidad que percibimos los que nos interesamos por estas cosas en la España de 2023. Cada vez que nos dan una clase de Derecho Constitucional resumida, por ejemplo, en una tribuna o editorial periodístico que explica la importancia de la moderación como institución política, nos tenemos que reír. No sólo porque a efectos prácticos lo que se nos cuenta es puro pensamiento mágico para consumo universitario, algo que obviamente no opera en nuestros sistemas constitucionales o, si lo hace, es sólo nominalmente. También porque más allá de los principios teóricos que inspiran la democracia liberal (de la misma forma que el código de circulación inspira la conducción de cada cual), lo de ser moderado aquí y ahora se resume en asumir un marco mental hecho a la medida del PSOE. Si luego, con dos Constant y un Montesquieu (fórmula «hughesiana»), nos quieren fabricar toda la genealogía política del asunto, eso que nos llevamos puesto.
Dicho lo anterior, no creo que estemos más polarizados hoy que en 1995, penúltimo año del felipato. Por descontado, han surgido nuevos partidos y la crisis actual es mucho peor de la que vivimos hace casi treinta años. Empezamos a ver el resquebrajamiento —previsible— del Régimen, algo que continuará con difícil remedio y, es cierto, las redes sociales han amplificado el ruido de la calle. Pero ahí seguimos, lanarmente, con nuestro PP, nuestro PSOE, la indignación de los chantajes poselectorales (Régimen del 78 at its finest) y el piquito de Rubi.
Las docenas de columnas que antes se escribían contra Felipe y el PSOE bueno, que ya entonces no respetaban gran cosa de lo que nos dieron, se escriben hoy contra Sánchez y el PSOE malo, que siguen chuleando a las instituciones como es tradición. La pinza PP-IU no existe, pero el dóberman y el fascismo están donde conviene, también a los «no polarizados».
Rojos o azules, Morante o Roca Rey, Negroni o Aperol Spritz, SEAT León o Renault Megane, Sonia o Selena… Españita está llena de tentaciones despóticas y reactivas para el pobre espíritu moderado, sometido a la improbable atracción del centro, núcleo irradiador de momios diversos y de una superioridad moral que suele achacarse a la izquierda.