«Hoy Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar», reza la entrada del 2 de agosto de 1914 del diario de Franz Kafka. Ninguno de los dos datos merece la explicación del autor: el primero fue crucial para la historia del mundo; el segundo, irrelevante hasta para la historia de Franz Kafka.
Además de acabar con la vida de cuarenta millones de personas, aquella guerra, la Gran Guerra, descabaló el consenso de Westfalia, eliminó tres imperios y dejó al cuarto al primer aviso, consagró a Estados Unidos como potencia emergente, dio nacimiento al primer imperio comunista, alimentó los fascismos y, sobre todo, puso las bases para el segundo ‘round’.
El ser humano tiene una mente narrativa, y busca ordenar los sucesos en un relato con su inicio, nudo y desenlace, y, si es posible, con su moraleja. Es a lo que se dedican los historiadores, los ordenadores de ese caos que es la crónica de nuestra especie.
Pero la realidad tal como la percibe el individuo se parece más al apresurado relato del periodista, porque todos aparecemos in media res, incluso de nuestro propio relato, y la muerte rara vez llega para culminarlo, sino más bien para interrumpirlo.
Cuando murió mi padre y nos pusimos a ordenar sus cosas, me impresionó vivamente encontrar el libro que tenía en la mesilla —una biografía de Isabel II— con el marcador en la página 63. Hasta ahí había llegado cuando la muerte vino a interrumpir su lectura y dejarle sin conocer el final.
Hoy nos consume la intriga y el desasosiego de la vida política nacional y andamos ávidos de saber qué sabe Aldama y hasta dónde llegó la riada de fango del expolio socialista. Tenemos decenas de hilos abiertos en el Whatsapp nacional, preguntándonos cómo terminará la ruina y atisbando desdibujadas esperanzas. Sin saber que, quizá, todos esos estridentes titulares sean nuestro «por la tarde fui a nadar», con la desventaja de que si estallara una nueva guerra mundial no tendríamos ocasión de apuntarlo en nuestro diario.
Los que, por sus pecados, han alcanzado mi edad y los que la hayan superado recordarán vagamente lo que fue el terror nuclear de la Guerra Fría, las pesadillas con el botón atómico, la obsesión con la mutua destrucción asegurada. Hoy, que lo tenemos a dos dedos, preferimos la distracción de un Aldama.
La guerra, para la que se preparan ingenuos suecos y alemanes, no va a declararse esta vez, ni va a prolongarse cinco años y pico. Apenas llegará a las dos horas. En cosa de minutos todo habría acabado para buena parte de Europa, millones vaporizados sin haberse enterado apenas de la crisis, interrumpidos en la página 63, con la mente ocupada en el pago de la hipoteca y en la trama Ábalos.