Supongo que después de haberme licenciado dos veces, de haberme doctorado una, y de haber impartido clases durante 34 años en la misma universidad pública a la que pienso retornar dentro de no demasiado tiempo, no seré sospechoso ni de desconocer lo mucho que esta institución aporta a la sociedad que la vio nacer, ni de querer inventarme motivos para desacreditarla. Como tampoco de no ser consciente de los males que la aquejan, o de no haber dedicado algunas reflexiones a discernir cómo podrían éstos ser remediados.
Es por eso que considero enteramente estéril, por errada, la polémica suscitada días atrás por la Ministra de Ciencia, Innovación y Universidades Diana Morant — nueve años para convertirse en Ingeniera de Telecomunicaciones; tres años ejerciendo como tal antes de saltar a la Política — cuando se aventuró por el camino sin salida de la defensa de la Universidad pública sobre la base de su confrontación con la Universidad privada, y por el resbaladizo terreno de cifrar en la expansión de las primeras — y no en la de las segundas, ni tampoco en la convivencia entre unas y otras — la verdadera dimensión del derecho a la educación.
Y es que las universidades privadas sólo pueden representar una amenaza para la supervivencia de las públicas cuando éstas últimas dejan intencionadamente de cumplir la función para la que nacieron, o renuncian a los principios que constituyeron su razón de ser. Porque ante ofertas formativas equiparables en cantidad, calidad y diversidad, ¿quién en su sano juicio optaría por pagar más, pudiendo pagar menos? O, más bien — recordemos que quienes envían a sus hijos a la universidad privada no dejan por ello de pagar los impuestos con los que se sostiene la pública — ¿quién en su sano juicio optaría por pagar dos veces por el mismo servicio?
Dicho en otras palabras, si en los últimos años hemos visto un incremento tanto en el número de universidades privadas — 41 a fecha de hoy, 26 de ellas creadas en las últimas tres década —, como en el de los alumnos que optan por ellas — un 68% más, sólo en la última década — la explicación debería ser buscada más en las carencias de las universidades públicas que en el atractivo de las privadas.
Porque… ¿qué buscan quienes optan por la universidad privada frente a la pública?
En primer lugar, estudiar la carrera de sus sueños. La falta de plazas en las titulaciones más demandadas se halla en la raíz de muchas de las decisiones de emprender estudios en centros privados, pese al enorme incremento en el coste económico que ello pueda comportar para las familias. De modo que un aumento de la oferta de plazas sería infinitamente más efectivo que cualquier discurso partidista a la hora de devolver a la Universidad pública al lugar central que le corresponde.
En segundo lugar, cursar titulaciones punteras, novedosas, o de gran empleabilidad que la universidad pública todavía no ofrece. De modo que unas estructuras burocráticas capaces de responder con más rapidez a las demandas formativas del mercado o — sencillamente — unos claustros que no vieran con aprensión la idea de que la formación universitaria debe estar orientada a la empleabilidad serían, igualmente, de gran ayuda.
En tercer lugar, recibir una enseñanza inspirada en principios y valores distintos de los imperantes en la enseñanza pública o, sencillamente, una enseñanza no contaminada por apriorismos ideológicos. A este respecto llama la atención el hecho de que si en otros tiempos la enseñanza universitaria privada fue sinónimo de enseñanza católica — hasta la creación, en 1993, de la primera privada laica (la Alfonso X El Sabio), todas las privadas españolas (Deusto, Navarra, y las Pontificias de Salamanca y Comillas) eran confesionales — de un tiempo a esta parte han proliferado las universidades privadas laicas, que lejos de formar a sus alumnos en un determinado credo, tratan de evitar su adoctrinamiento en el pensamiento «políticamente correcto». De modo que una mayor neutralidad ideológica o, cuando menos, un mayor respeto hacia el pluralismo en la enseñanza pública obraría, a buen seguro, milagros.
Y, en cuarto lugar, optar a una enseñanza de calidad. Nótese que se ha dicho «enseñanza»: que la Universidad pública se halla a años luz de la privada en cuanto a producción científica es una obviedad que nadie niega; pero tampoco es discutible que para la inmensa mayoría de los padres la clave a la hora de optar por un tipo de centro u otro es la excelencia docente, no la investigadora. Y este es un terreno en donde la Universidad pública y sus plantillas desmotivadas a la hora de entrar en el aula, focalizadas en la acumulación de méritos de investigación, a la zaga en lo tocante a métodos y técnicas de enseñanza, y acostumbradas a mirar al alumno como un bulto y no como un cliente, llevan todas las de perder.
Ante esta realidad, el Gobierno y las Comunidades Autónomas tienen básicamente dos opciones: la de reprimir la creación de nuevas universidades privadas, o la puesta en marcha de nuevas titulaciones por parte de las ya existentes, reteniendo así al alumnado susceptible de migrar a ella; o la de potenciar la universidad pública, inyectándole más plazas, más titulaciones, más independencia y más calidad. El obvio cuál de las dos resulta más sencilla de acometer; también lo es cuál redundaría en una mayor libertad de enseñanza, y en un derecho a la educación más pleno.