Uno de los argumentos más risibles de cuantos asaltan el debate público es ese de «esto lo sacan ahora para que no hablemos de…», como si la gente sólo fuera capaz de hablar de una cosa exclusivamente. Por ejemplo: «Esto de Errejón lo sacan (¿quiénes?) para que no hablemos de la corrupción». Es un efugio especialmente habitual en la derecha cuando se topa con algo que exige un enfoque de carácter ideológico. Ocurre que la opinión de derecha, habitualmente cómoda en las argumentaciones de carácter jurídico, económico o moral, pierde pie cuando se trata de cuestiones ideológicas, y por eso tiende con demasiada frecuencia a reconducir estos episodios hacia la conducta personal, el interés económico o consideraciones de ese estilo. Ahora bien, si lo de Errejón es importante, es precisamente por la dimensión ideológica del episodio. Lo mollar del caso Errejón, a mi modo de ver, no es simplemente que sus comportamientos personales contradigan sus ideas; eso le ocurre a mucha gente de todas las latitudes ideológicas. Lo mollar es más bien que sus ideas contradicen la realidad, la naturaleza de las cosas, y aquí es donde cabe extraer lecciones que van mucho más allá de una simple polémica personal. De hecho, viene a ser algo así como una condensación (ciertamente caricaturesca) de toda la problemática intelectual de la nueva izquierda.
Hace mucho tiempo que la izquierda tiene un problema con el sexo, problema que nos ha endilgado a todos hasta hacer la atmósfera social irrespirable. Por una parte, ha elevado lo sexual a categoría de reivindicación pública, hipersexualizando absolutamente todos los aspectos de la vida, incluida la educación de los niños. Pero por otra, y al mismo tiempo, ha planteado esa hipersexualización en términos de lucha de clases (varones explotadores contra mujeres explotadas), desarrollando a partir de ahí una suerte de nuevo puritanismo completamente asfixiante. Y ocurre que, sencillamente, no es posible predicar la emancipación plena de costumbres y la libre expresión de las pasiones, rotas las cadenas de la vieja moral, y al mismo tiempo pretender imponer cortapisas de carácter ideológico en nombre de esa misma emancipación.
Veamos. En la gran mayoría de las especies animales —no habrá zoólogo ni etólogo que pueda refutarlo—, el orden natural consiste en que el macho persigue a la hembra para fecundarla. Esto no ocurre siempre y en todo momento, sino sólo cuando se abren los ciclos naturales de celo. Pero en el ser humano no es así: no hay ciclos que limiten la actividad sexual. Lo que los seres humanos han creado es otra cosa: algo que se llama cultura, que es nuestra segunda naturaleza, y que encauza el desorden de los instintos a través de la ley, la moral pública, la religión, las instituciones, etc. Es una represión, por supuesto; una represión con frecuencia enojosa, pero necesaria para que la vida en común sea soportable. Ahora bien, precisamente una vieja aspiración revolucionaria de los tiempos modernos es eliminar todos esos frenos bajo el cargo de que oprimen la libre espontaneidad humana: desde las vetustas prédicas anarquistas del «amor libre» hasta las soflamas emancipadoras del sesenta y ocho, la consigna es liberar los instintos. Y bien, ¿qué ocurre cuando eliminas el freno cultural a los instintos? Invariablemente, que el más fuerte se come al más débil, y esto es así en todos los órdenes de la vida, incluida —por supuesto— la relación entre los sexos. Lo cual conduce a imponer nuevas coerciones para tratar de arreglar el desaguisado.
Semejante choque entre la ideología y la realidad somete al «progresista» a una especie de histeria permanente, una suerte de tensión interior desmesurada, que generalmente se traduce en más represión y consecuentemente, como reacción, en más pulsión sexual. Aquí cabría parafrasear a Adorno y Horkheimer en su Dialéctica de la Ilustración: todo intento por suprimir la coacción moral (ellos hablaban de coacción natural) conduce a un aumento de la coacción moral. Así hemos pasado del «no codiciarás a la mujer del prójimo», según la vieja moral cristiana, a señalar como culpable, de entrada, a todo varón por el hecho de serlo. Es desquiciado. Es desquiciante.
Sinceramente, no creo que Errejón sea un hipócrita. Más bien me inclino a pensar que él cree o, mejor dicho, quiere creer en las cosas que predica, es decir, en el carácter de víctima de toda mujer por el hecho de ser mujer y, al mismo tiempo, en el carácter represivo de aquella vieja moral (heteropatriarcal, dicen) que imponía al varón la obligación de proteger a la mujer. Por eso, porque cree en esas cosas, Errejón se ha visto obligado a envolver en consideraciones ideológicas su confesión de culpabilidad: yo no soy malo, pero la atmósfera de la vida política me ha conducido por el camino de perdición del «neoliberalismo» y la «subjetividad tóxica». La argumentación recuerda poderosamente (aunque, ya digo, como caricatura) las desesperadas autocríticas de aquellos pobres desdichados que, en los años de las grandes purgas estalinianas, comparecían ante el tribunal de Vyshinsky para reconocer su culpabilidad y brindar así un último servicio al Partido, a sabiendas de que les esperaba una bala en la nuca en los sótanos de la Lubianka: si yo soy culpable, es por culpa del enemigo ideológico. Por eso ahora, en el mismo estilo comunista, la reacción del partido ha sido anunciar «cursos de reeducación» para los dirigentes, lo cual no deja de evocar el laojiao chino de raigambre maoísta. Cualquier cosa menos reconocer que sus ideas están equivocadas.
Y sí, están equivocadas. La sexualidad sin límites no es algo natural; al revés, poner límites al instinto (a todos los instintos) es precisamente la forma humana de estar en el mundo. Del mismo modo, la relación entre los sexos no es una guerra de clases: varón y mujer son forzosamente complementarios, y la razón debe servir para organizar esa complementariedad, no para encender el antagonismo. Así que «lo de Errejón», en efecto, va mucho más allá de un episodio de bragueta incontinente: estamos ante el espectáculo de una ideología errónea que se acaba de estampar contra su propia miseria. Eso no se ve todos los días.