En mayo de 1942, la II Guerra Mundial aún no se había decidido. Casi todo Europa estaba ocupado. Después de la primera ofensiva en el este, detenida por el invierno y por la tenaz resistencia rusa, el ejército alemán se aprestaba a dar un golpe definitivo a la Unión Soviética, que después terminaría en el ataque a Stalingrado por decisión de Hitler. Rommel sembraba el pánico en el norte de África. Su avance amenazaba Egipto y, en particular, el canal de Suez. Lo detendrían en el oasis de Bir Hakeim los soldados de la Francia Libre, que dieron a los británicos unos días preciosos para organizar la defensa de Tobruk. En el Pacífico, el ejército imperial japonés acababa de tomar Manila, Singapur, Bali y Timor. No controlaban toda China, pero sí sus grandes ciudades costeras, así como el noreste del país, donde habían fundado el Estado títere de Manchukuo.
La entrada de los Estados Unidos en la guerra planteó a la Casa Blanca la necesidad de influir sobre la opinión pública. Era necesario pasar del aislacionismo, e incluso el antibelicismo de algunos sectores de la sociedad, a la movilización en favor de los aliados. El cine desempeñó, en esta tarea, un papel fundamental. Ahí está “Casablanca” (Michael Curtiz, 1942) para demostrarlo. Sin embargo, no sólo se produjeron películas de ficción, sino también documentales. Especialmente interesante -y efectiva- resultó la serie de siete episodios titulada “Por qué luchamos” (“Why We Fight”). Producida entre 1942 y 1945, es una de las grandes obras del director Frank Capra, que trabajó junto a Anatole Litvak para explicar al pueblo estadounidense el sentido de la contienda.
Bastó ver a esos padres que dejaban a sus hijos a salvo y volvían a combatir al frente para desbaratar décadas de propaganda progresista contra la paternidad
En la década de los 40 el patriotismo y la defensa de la libertad eran fuerzas movilizadoras muy poderosas en los Estados Unidos. Lo siguen siendo, por cierto, a pesar de todos los intentos de socavar la fortaleza moral del país mediante la “cancelación”, la ideología “woke” y movimientos como Black Lives Matter. Los documentales de Capra explican y justifican la lucha contra las dictaduras del Eje a partir de un relato que cualquier estadounidense podía comprender: la patria, la libertad y la familia estaban amenazadas por esas tiranías que habían desatado guerras de agresión en Europa, África y Asia. Se trataba de tres ejes transversales que la mayor parte de la sociedad compartía.
En estos días, mientras los ucranianos combaten con un valor admirable, muchos se preguntan, de nuevo, por qué librar una guerra. Las imágenes de los hombres y mujeres que defienden con las armas en la mano su casa, su familia y su tierra han ganado el apoyo de la mayor parte de los europeos. Bastó ver a esos padres que dejaban a sus hijos a salvo y volvían a combatir al frente para desbaratar décadas de propaganda progresista contra la paternidad, la maternidad, la familia, la patria y, en general, contra la urdimbre profunda de la sociedad. Por esto pelean -y siguen peleando- los pueblos.
Uno puede morir y matar por los hijos, pero no, verbigracia, por “la inclusividad”. Toda esta jerga se resquebraja ante los verdaderos valores que nos inspiran y nos sostienen
En España, vivimos unos días muy extraños. La cobertura informativa de la guerra en Ucrania se entremezcla con entrevistas cuyos titulares dicen cosas como ésta: “la hipermasculinidad se ensalza en las guerras” o “las mujeres se han prostituido en los matrimonios y sin cobrar”. Una política de Podemos reclama “un fuerte escudo social y verde que combata la incertidumbre”. Mientras a los ucranianos los bombardean a diario, Pablo Iglesias ha advertido que “los civiles armados enfrentándose a un ejército profesional bien armado es el preámbulo de una tragedia. Hay que tener cuidado con esto del heroísmo”. La izquierda y la derecha progresistas necesitan, al mismo tiempo, tomar partido por Ucrania y salvar un proyecto de sociedad inspirada en los dogmas del progresismo de las élites globales. Cuadrar ese círculo es tarea difícil por mucho que el partido de Volodímir Zelenski esté próximo a Ciudadanos. Parece que esta guerra está desafiando, también, mucho de esos dogmas.
En efecto, como sabían Capra y Litvak, un soldado no da su vida por algo que no la merece. Uno puede morir y matar por los hijos, pero no, verbigracia, por “la inclusividad”. Toda esta jerga se resquebraja ante los verdaderos valores que nos inspiran y nos sostienen. Me temo, no obstante, que a medida que pasen los días esos dogmas manidos volverán por sus fueros. Se contará – ¡ay, el relato! – que esta guerra se libró para implantar una “sociedad abierta” y no para defender la patria y la familia de un ataque injusto y brutal. Será preciso, pues, hacer memoria y recordar por qué lucharon.