No, no es por ti, lector, ni por mí, ni por el género humano, que es a lo que apuntaba John Donne en aquel hoy célebre poema popularizado por Hemingway, sino por la democracia. Digámoslo de una vez, no sin aclarar que sólo me refiero a la que postula el sufragio universal –o sea: a la oclocracia– y no a la que condiciona el voto al criterio del mérito. Y vaya también por delante la petición de que no maten al mensajero, que soy yo, pues el único propósito que en esta columna me anima es el de rendirme a la evidencia de que el prestigio de la democracia recula en todas partes por más esfuerzos que hagan sus teólogos para cantar sus alabanzas e imponerla manu militari o mediante sanciones económicas a quien saque un poco los pies de ese plato. Yo me reservo la opinión y ni quito ni pongo rey para que no caiga sobre mí la segur de la inquisición, digo, incorrección política y me limito a levantar acta sin implicarme en ella.
Evidencia, he dicho, y me asombra, de hecho, que se niegue a aceptarla tanta gente, reclutada por lo general entre los políticos y sus logreros, palmeros y mamporreros de las cabeceras mediáticas.
Se cumple así una vez más la enseñanza implícita en la antigua fábula del niño que se atrevió a gritar que el rey iba desnudo
Pero las cosas están cambiando y la realidad se impone, y con ella cambia también el peso del discurso hogaño dominante en la sociedad. Cuando algunos francotiradores, como Albert Boadella y yo, por ejemplo, nos atrevíamos a decir hace cosa de quince años que el derecho al voto no podía ser universal ni concederse de bóbilis, nuestros interlocutores se quedaban estupefactos, guardaban silencio y desviaban la mirada. ¡Anatema, anatema, pensaban! Ahora ya no. Ahora, en la mayor parte de los casos, por no decir en su totalidad, nos dan la razón –a mí, al menos… No sé en lo concerniente a Albert, que vive, ay de él, en Cataluña– y no nos consideran herejes, aunque sí un poquito deslenguados. Se cumple así una vez más la enseñanza implícita en la antigua fábula del niño que se atrevió a gritar que el rey iba desnudo. De ateos y descreídos está llenándose la teología de esa religión monoteísta de nuestro tiempo que es la democracia.
Obras son amores, y lo demás es pensamiento volitivo… Integristas de ese sistema político, que tiene, como todos, talones de Aquiles y puntos de acierto, son ya, casi en exclusiva, los países, grosso modo, del mundo occidental: la Unión Europea (no toda), las naciones bálticas, Estados Desunidos, Australia, Corea del Sur, Japón, por los pelos, la India, si acaso, y el cono sur de la América que fue española. Pero hay otros mundos, mucho más extensos y poblados: Rusia y sus apéndices, China, el orbe islámico, el África Negra… Nadie en su sano juicio, o sea, ecuánime y bien informado, puede pensar que en esas zonas hay democracia tal como aquí la entendemos, aunque en casi todas ellas hagan sus gobiernos el paripé necesario para que se les extienda patente de corso y se les permita el libre tránsito por las rompientes de ese Mar de los Sargazos y de los Sartenazos que es el nuevo orden mundial.
Termina el ciclo histórico iniciado en 1789. La Edad Contemporánea ya no lo es
Uno de los talones de Aquiles a los que me refiero es el empeño del sistema democrático en que todos seamos políticos e intervengamos en esa actividad que a muy pocos interesa. Lo que la gente quiere es que sean sus gobernantes, y no ella, quienes resuelven los problemas, y para eso se requiere algo que en las democracias brilla por su ausencia: la auctoritas. Sin ella, por paradójica que la conclusión parezca, todo se vuelve autoritarismo.
Dicho queda. Termina el ciclo histórico iniciado en 1789. La Edad Contemporánea ya no lo es. Lo que el futuro nos depare… Bueno, bueno. Ésa no es la cuestión. La cuestión es si habrá un futuro. Sentadito en la escalera esperando el porvenir, dijo un poeta, pero el porvenir no llega.