«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Enrique García-Máiquez (Murcia, pero Puerto de Santa María, 1969). Poeta, columnista y ensayista. Sus últimos libros son 'Verbigracia', (2022) poesía completa hasta la fecha; y 'Gracia de Cristo' (2023), un ensayo sobre el sentido del humor de Jesús en los Evangelios
Enrique García-Máiquez (Murcia, pero Puerto de Santa María, 1969). Poeta, columnista y ensayista. Sus últimos libros son 'Verbigracia', (2022) poesía completa hasta la fecha; y 'Gracia de Cristo' (2023), un ensayo sobre el sentido del humor de Jesús en los Evangelios

Positivos y negativos

17 de enero de 2022

Este artículo arranca con una anécdota y concluye con una categoría. Eso, entre discípulos de Eugenio d’Ors, entre los que aspiro a contarme, no tiene nada de peculiar. Él aconsejaba sabiamente que un buen artículo arrancase de un sucedido hasta alzarse a una verdad universal o, al menos, la iluminase. En este caso, sin embargo, la anécdota es demasiado personal; la categoría, de sobra conocida; y la conexión entre ambas, bastante forzada. Sigo adelante porque la anécdota es actual, la categoría imprescindible y la conexión por los pelos sabrán perdonármela ustedes.

El arranque de la anécdota tampoco es original: en casa todos tienen covid. Menos yo, por ahora. En la casa de unos amigos también lo tienen, aunque el marido tampoco. La mujer es pariente lejana de la mía, además de íntima amiga. Guardan un gran parecido físico. Tanto que, en los tiempos de mi tumultuoso noviazgo, a veces veía a esta amiga de lejos y el corazón me daba un vuelco pensando que era mi intermitente ex novia (y —felizmente— final cónyuge). Como nos peleábamos mucho por entonces y la pariente de mi mujer se paseaba bastante, mi corazón no paraba de dar volteretas.

El marido de la amiga de mi mujer no es pariente mío por muy poco, pero es amigo de antes de ir al colegio (de pre preescolar, podríamos decir) y, en puridad, prenatal o prehistórico. Mi abuela ya era amiga de la suya. De manera que ahora nuestras dos familias están en los mejores términos.

Se venden políticamente medidas y leyes que, en realidad, son de difícil aplicación a la clase media, y que sólo los ricos se pueden permitir

La diferencia estriba en que, cuando nos hemos enterado de los positivos de nuestras respectivas e hijos, yo me he echado mi hipocondría a la espalda y aquí me he quedado removiendo el aguita de los paracetamoles. Mi amigo ha cogido la puerta sin hacer ni la maleta y se ha ido a vivir al campo, como en un cuento de Boccaccio. No ha saltado por la ventana, cuenta riéndose su aquejada esposa, sólo porque tienen rejas.

Ni hay cobardía por su parte ni heroísmo por la mía. Ni mi mujer me alaba la abnegación (ni ninguna otra cosa) ni la suya le afea la prudencia. Resulta que mi amigo tiene un cortijo precioso a la orilla de una laguna, ideal para la observación de aves, con una cuadra de caballos cartujanos, con una chimenea en la que se podría cenar dentro y con una bodega surtida. Así dan ganas de confinarse, aunque sea por una destemplanza. Poco se confina, realmente. En cambio, a mí sólo me acogería mi padre en su casa, pero es justo el sitio por donde no debo aparecer. Así que los paracetamoles, batidos, no revueltos, los pongo de lujo y con la mejor de las sonrisas de barman de casino, sí; pero tampoco tenía más opciones. Mi amigo hace muy bien en cuidarse (en, ejem, todos los sentidos).

De esta anécdota, la categoría que puede extraerse —forzando, ya digo— es lo que Chesterton repetía continuamente. Se venden políticamente medidas y leyes que, en realidad, son de difícil aplicación a la clase media, y que sólo los ricos se pueden permitir. Lo que el confinamiento ha hecho con la hostelería y el comercio salta a la vista, aunque el ejemplo clásico es el divorcio, que a una familia normal deja en la peor de las situaciones económicas, mientras que los ricos (que, además, estadísticamente se divorcian mucho menos) se lo pueden costear. Hay otros casos menos traumáticos, pero evidentes. La familia numerosa, hoy por hoy, es un privilegio real de parejas muy acomodadas. Eso es una discriminación inmensa.

Contra la epidemia de la mala gobernanza sí que hay una vacuna, aunque voluntaria: nuestra atención y nuestro voto

No quiero pecar de hipócrita con un probrismo fotogénico. Mi casa está muy bien para hacer un confinamiento y, si no hemos tenido más hijos, es, ay, porque no han venido; pero aquí no estamos aún en la anécdota, sino ya en la categoría. Y hay que exigir categóricamente que el Estado gobierne para todos (precariedad, casas pequeñas —con mucha suerte e hipoteca—, coches diésel, salarios asediados por la inflación, por la electricidad, por los carburantes, por los precios de la cesta de la compra y de los test de anticuerpos, etc.).

Del mal Gobierno ni siquiera mi amigo ni nosotros ni, probablemente, ustedes, mis lectores, podemos huir ni confinarnos. Eso sólo está al alcance de los muy ricos de verdad, que por eso se pueden permitir ser tan progres. Hemos de ser especialmente conscientes de esta coyuntura porque cada vez estamos peor gobernados y cada vez tenemos menos margen para la indiferencia o el aislamiento preventivo o la mínima profilaxis política. Contra la epidemia de la mala gobernanza sí que hay una vacuna, aunque voluntaria: nuestra atención y nuestro voto.

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