En la costumbre personal de ser siempre tardío, decidí hace unas semanas acudir a una barcelonesa clínica ortodoncista. Sita en el barrio de San Gervasio, el paseo hasta allí edulcoró mis temerosos presagios (visitar a un doctor siempre los despierta) al recorrer sus calles y, recurso sedativo, parar en un bar con camareros de chaqueta a tomar un whisky. La dulzura del periplo es que aquel distrito no ha cambiado apenas desde la década de 1970. Conserjes fregando la portería, colegiales de uniforme, señoras con pieles que beben martini en terrazas y filipinas con carrito de la compra. Volviendo al asunto de la tardanza biográfica, creo que está plenamente asentado en mi sendero vital: con cincuenta y tres mayos, todavía no tengo carnet de conducir, no me he casado y me sigue gustando prolongar una adolescencia de espíritu proustiano. Menos melancólico que el francés y, como hijo de la Condal, más heterodoxo y ligero. Recreación del mimado impenitente, me constipo siempre que voy a visitar a mi madre en la meseta: recogimiento familiar, caldos, pijama, viejos tebeos de Tintín y paracetamol.
La cosa de la ortodoncia viene de una moda ahora en boga, conseguir una sonrisa Clark Kent, aunque yo casi nunca sonrío. No sabría si recomendarla a tenor del sufrimiento que provocan el andamiaje metálico, las gomas de fuerza y el corrector plástico. Ofrecen una tensión metafórica añadida a la ya habitual de un catalán más o menos normal, no nacionalista, quiero decir. Y por supuesto a la de un amante de su ciudad, no colauista, quiero decir. Como barcelonés contemplativo de este extraordinario hundimiento, mi ortodoncista ejerce de torturador en horas extras. Así, las noches con aparatos dentales devienen, cuando consigo dormir, un viaje al corazón de las tinieblas, habitado en sueños por enormes Inmaculadas, duendes del PSC y buscadores de relojes de lujo con licencia para robar. El imaginario político creado en los últimos años produce tales monstruos. Alguien podría pensar que son sólo piezas oníricas. Sin embargo, uno despierta agitado tras la pesadilla y comprueba, echando un vistazo matutino a la prensa, la severa realidad.
Las elecciones municipales se acercan y los rumores corren en boca de todos. Presencio un temor popular a que la vara siga en manos de la señora, con el beneplácito de Esquerra y la CUP, quién sabe si del PSC, perrito fiel hasta hace dos días. La obra de este consistorio ha resultado magnífica en su espíritu destructivo. Cerdá, que había urbanizado un poco romanamente lo que se conoce como Ensanche, debe estar revolviéndose en la tumba. Colau y sus ocurrencias han puesto patas arriba algunas calles importantes, sembrándolas de costosísimos carriles bici y peligrosos bolardos (terror de los motoristas) pintados de colores. Los bomberos anunciaron que, en caso de incendio, hay inmuebles a los que no podrían acceder con sus vehículos, entre tanto obstáculo de hormigón. Conocido es, también, el nepotismo o plan podemita de “crear redes” (clientelares, se entiende) de la alcaldesa. Nada puede extrañar mucho, habida cuenta de que la apodada “faraona” saltó a la fama siendo portavoz de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, si bien nunca tuvo una hipoteca. En el panorama electoral, hay dos candidatos añosos (Maragall y el doctor Trías) y uno del que casi nadie sabe nada (Collboni, socialista él). El Partido Popular presenta a Sirera, viejo conocido, Valents a Eva Parera y VOX a un señor con apellido De Oro-Pulido, no puede haber mejor lema. Anna Grau irá por Ciudadanos. Es de apreciar, siguiendo aquella heterodoxia barcelonesa, que el antinacionalismo aparezca tan disperso.
Mientras el dicharachero ortodoncista apretaba las tuercas de los aparatos bucales, una serie de presagios ocuparon mi mente. Sedado por el whisky y con los ojos cerrados, pensé en las fortunas perdidas de esta urbe, el puerto canalla, el Paralelo, los cómics underground, la movida barcelonesa (que la hubo), los clubes de jazz y los restaurantes de la tradición. Vestigios. Incluso me pareció oír desde el más allá la voz de Violeta La Burra (Violeta por arriba, Pedro por abajo) canturreando una copla subida de tono. “Hay que ver lo que tengo que hacer pa comer”, entonaba. Al terminar el médico su sádica labor, me dio un golpecito en el hombro y dijo: “Carlos, ¿te imaginas que vuelve a salir la Colau?»