En EspaƱa, seguimos con la asignatura pendiente de determinar en quĆ© momento debe un polĆtico dimitir, o ser apartado de su cargo, en caso de ser acusado de un presunto delito de corrupción. En virtud del acuerdo suscrito entre Ciudadanos y el Partido Popular, que permitió la investidura de Mariano Rajoy, la formación de Albert Rivera exige el cese inmediato del presidente de Murcia, Pedro Antonio SĆ”nchez, al ser citado como investigado por el Tribunal Superior de Justicia por el llamado āCaso Auditorioā. Sin embargo, la modificación posterior de la ley que llevó el martes al Congreso, pidiendo el cese en caso de abrirse juicio oral y no en el momento de la imputación, le aboca ahora a una contradicción, que deberĆ” zanjar apoyando o no una moción de censura.
Por su parte, Mariano Rajoy ha destacado que esa acusación no es sinónimo de culpabilidad, ya que el propio SÔnchez se ha enfrentado ya a dieciséis causas contra él en los últimos años, y que todas ellas fueron finalmente archivadas.
En estos tiempos convulsos, en los que una acusación se ha convertido en la principal arma polĆtica para acabar con un cargo pĆŗblico antes de que la Justicia determine su autĆ©ntica responsabilidad, no le falta razón a Rajoy al reclamar respeto a la presunción de inocencia del presidente murciano.
Ya son demasiados los casos en los que hemos asistido a āpenas de Telediarioā, a acusaciones sin pruebas, a especulaciones en los medios de comunicación, y a condena social ante la opinión pĆŗblica para, al cabo del tiempo, ver como esas causas son archivadas por falta de fundamento o los acusados son exonerados de toda culpabilidad.
El ministro Soria tuvo que dimitir de su cargo a causa de los āPapeles de PanamĆ”ā, sin que, hasta la fecha, exista el menor indicio de ilegalidad, mĆ”s allĆ” de su torpeza a la hora de dar explicaciones. TambiĆ©n Francisco Camps tuvo que abandonar la presidencia de la Generalitat valenciana a cuenta de haber aceptado presuntamente el regalo de unos trajes, para ser posteriormente absuelto por la Justicia. Rita BarberĆ” no podrĆ” ver nunca rehabilitado su nombre. Murió entre furibundos ataques de sus adversarios y el abandono de los suyos sin tener posibilidad de sobrevivir para ver si los tribunales determinaban su inocencia. Lo mismo les ocurrió a Loyola de Palacio y a Carlos Moro, que fallecieron antes de saber que el llamado āCaso del Linoā no habĆa sido mĆ”s que una maniobra del PSOE para perjudicar al PP.
Que los servidores pĆŗblicos salpicados por la corrupción sean obligados a abandonar sus cargos es algo bueno. No podemos tolerar que quienes nos gobiernan metan la mano en la caja de los dineros que son de los ciudadanos. Pero Āæen quĆ© momento deben ser apartados: cuando se sospecha de ellos, cuando se les investiga, cuando lo publican los medios, cuando son citados ante un juez, cuando se abre juicio oral, o cuando son condenados en firme? La verdad es que, hasta que se produce ese Ćŗltimo supuesto, toda persona tiene derecho a que se respete su presunción de inocencia. El problema es que, con la lentitud de los procesos judiciales y las filtraciones a los medios de sumarios que son secretos y cuyos datos se publican a pesar de que deberĆan permanecer reservados, la salvaguarda de la honorabilidad de las personas acusadas se hace muy difĆcil.
QuizĆ”s ha llegado el momento en que la sociedad espaƱola deba abrir un debate a este respecto y propiciar una catarsis de los tres factores que intervienen en el proceso: el polĆtico, el judicial y el periodĆstico.
Los polĆticos no deberĆan utilizar como recurso partidario las acusaciones judiciales a sus adversarios; la judicatura deberĆa impedir la filtración de sumarios, tipificada como delito
en el artĆculo 466 del Código Penal, pero, hasta la fecha, nunca perseguida; y los medios deberĆan asumir que, al acogerse al artĆculo 20.1 de la Constitución, que les garantiza la libertad de expresión y el secreto profesional para no tener que revelar sus fuentes, pueden poner en peligro esa presunción de inocencia a la que todos tenemos derecho hasta que se demuestre que hay culpabilidad.
El deseo puede parecer ingenuo, pero de algĆŗn modo hemos de proteger, no solo las garantĆas jurĆdicas de las personas, sino su derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen que, tambiĆ©n segĆŗn el artĆculo 18.1 de la Carta Magna, forma parte de los derechos fundamentales, y en aplicación del propio artĆculo 20.4, marcan el lĆmite a la libertad de expresión. Porque sabemos que, una vez cuestionada la honradez de una persona, es muy difĆcil rehabilitar su imagen aunque asĆ lo determinen los tribunales.
Tal como escribió VĆctor Hugo en Los Miserables: āLo que de los hombres se dice, verdadero o falso, ocupa tanto lugar en su destino, y sobre todo en su vida, como lo que hacenā.