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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

La prisa, la esencia y la apariencia

8 de febrero de 2017

La gran urbe, especialmente en contraste con las pequeñas ciudades y sobre todo con la vida rural, es fuente de reflexiones, más a menudo sombrías que luminosas. Especialmente cuando uno -sin esperarlo, y sin desearlo- dispone de unos días o de unas horas para dar orden lógico a esas impresiones. 

Además, me han hecho pensar, que es algo peligroso. Tú me has hecho pensar. Uno ve imágenes de hace un tiempo y se da cuenta de que esos jovenzuelos llenos de vida e ilusiones hoy son ancianos, o murieron hace mucho. Y plantaron árboles que hoy son gigantes, y siguen creciendo mientras los que los plantaron han muerto. Y vivieron en fiestas, edificios y costumbres que siguen vivos, pero ellos no. Es ley de vida, como nuestros mayores quisieron que supiéramos. También nosotros pasaremos por ahí.

Vivimos un tiempo acelerado. Individuos aislados, egos superlativos, inconscientes deslizamientos hacia la pura satisfacción de imperativos personales y materiales. Y rápidamente. Pensamos en nosotros y por nosotros mismos, incluso, y sobre todo, cuando nuestra intención, nuestro anhelo original y declarado fue exactamente el opuesto. Anhelo que a menudo nos sigue llenando la boca, pero cada vez menos la vida, y por ende el corazón. Hipertrofia del individuo, de lo tangible y del hoy, propia de esta postmodernidad incluso en quienes se creen inmunes a ella, hiriente siempre a poco que uno lo vea con distancia, pero tentadora de hecho una y otra vez.

La prisa nos hace ser tajantes incluso cuando en nuestro corazón hay calor. La prisa nos hace tomar decisiones porque -digamos lo que digamos- no confiamos en quien las debe tomar por nosotros. La prisa nos hace dar por supuesto que nuestra elección individual e inmediata será mejor que la sumisión leal y fervorosa a la disciplina familiar y comunitaria. Y que cada uno es dueño de su tiempo. Un gran error, incompatible con el amor y con la permanencia. 

Individualismo, inconstancia y falta de convicciones pueden llevar a varios extremos. Uno de ellos, el nihilismo pesimista del «todo es inútil». Otro, elactivismo compulsivo, pero veleitario, sin orden, criterio o disciplina. Un tercero, la decepción de quien tristemente -defraudado por los hechos o por los hombres, o en definitiva por lo que los hombres son pudiendo no serlo- se refugian en la lectura, la escritura o las artes, que atenúan ese dolor sin jamás extinguirlo. El tiempo, la ilusión y la voluntad -para ser algo más que bípedos implumes mortales y autodefinidos- piden a voces mucho más de lo que concedemos.

Los quebequeses de Mes Aïeux cantan hace décadas una parte de esa verdad en Dégénérations, cuando recorren las generaciones y su decadencia ligada a la opulencia, al derroche, al egoísmo y al abandono de la tradición rural, desde “Ton arrière-arrière-grand-père, il a défriché la terre” y “ton arrière-arrière-grand-mère, elle a eu quatorze enfants” hasta “Et pis toi, mon p’tit gars, tu l’sais pus c’que tu vas faire” y “toi, ma p’tite fille, tu changes de partenaire tout l’temps”. Eh sí, la vida humana es única, y es limitada en tiempo y posibilidades; pero como puede rozar lo infinito y lo permanente, como puede dejar una herencia, puede siempre estar cargada de ilusión y de una sonrisa. Puede, si uno no piensa sólo en lo suyo y en lo material (https://www.youtube.com/watch?v=aU1MfTr9m_c&feature=related).

Quien cree que su existencia es única y finita -aunque diga ostentosamente lo contrario- tiene prisa y actúa solo. Actúa pensando en sí mismo, y con un horizonte breve. No hay así comunidad humana ni vida trascendente que nos dé serenidad. No hay nada que nos separe del culto universal a la «normalidad» gris de esta época gris. No hay jerarquía que nos coloque en nuestro lugar. Un lugar en el que «seamos», donde no nos limitemos a «estar», y donde no haya prisa posible, porque no estamos solos. Para ser plenamente humanos y plenamente libres, necesitamos ser y sentir una comunidad; a más comunidad menos tristeza, menos depresión, menos pesimismo.

Cuando se trata de formar una familia, o de vertebrar a cualquier nivel una comunidad humana que sea más que un mero negocio mercantil -y no hablemos si se trata de empeñarse en una acción política, social o cultural- importa mucho qué se hace, y todavía más cómo se hace -las formas, que sí hacen al monje, y la constancia en el ser-, y sobre todo el espíritu -qué luz alumbra los corazones de esas personas, cuál es su verdadera inquietud. Importa poco, extremadamente poco, qué se dice, qué se dice ser o pretender, qué se dice haber sido, haber hecho o haber dicho.

Los hechos de cada día, semana a semana, año a año, la solidez espiritual y doctrinal de cada uno, la solidaridad profunda entre quienes comparten el proyecto: he ahí la diferencia entre la apariencia, apresuradamente creada, tal vez rápidamente exitosa, pero sin duda débil, quebradiza, llena de caprichos, de requiebros, de cambios de rumbo y de opinión, de nuevas seducciones y de rápidos abandonos, rápidamente decadente; y la esencia, más trabajosa, más comprometida, menos atractiva a corto plazo, pero única garantía de que se cree y se vive en intimidad y en comunidad lo que se dice y se quiere aparentar.

Sería bueno recordarlo siempre, también en este invierno al viejo estilo y en este año de encrucijadas, miedos y dudas. El problema es, todo en uno, individualismo, materialismo, universalismo, mundialismo. Modernidad. No hay miedo en familia. No hay miedo en comunidad.

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