Ha causado considerable alarma en los círculos nacionalistas vascos el replanteamiento por parte de los partidos emergentes del sistema de financiación especial del que goza su Comunidad Autónoma. En España, a diferencia de lo que sucede en los Estados federales, no todas las entidades territoriales sub-estatales reciben los recursos que alimentan su presupuesto de forma homogénea. Existen dos Comunidades, el País Vasco y Navarra, que se benefician de un trato específico y diferenciado del resto. Recaudan y gestionan todos los impuestos y una vez tienen el dinero en sus arcas entregan al Estado una cantidad periódicamente negociada con el Gobierno central para contribuir a lo que en un inmueble de propiedad horizontal serían los «gastos de comunidad», en este caso defensa, política exterior y justicia. En todo lo que les queda después de satisfecha esta cuota disponen como les place de lo que sale del bolsillo de los contribuyentes. El resultado práctico de esta singularidad fiscal es que los vascos disfrutan de una cantidad de euros por habitante de sus tres provincias netamente superior a la que está al alcance de andaluces, extremeños, catalanes, gallegos, aragoneses y demás españoles de a pie. Esta ventaja, consagrada constitucionalmente en 1978, obedece, como es bien conocido, a antecedentes históricos, es decir, a derechos procedentes de épocas pasadas en las que imperaba una concepción distinta de la igualdad y la solidaridad.
En pura lógica, el llamado cupo vasco no se sostiene y en cuanto a su legitimación histórica, si lo que se consideraba apropiado y justo en siglos remotos es una buena base para las normas de hoy, regresemos alegremente a la monarquía absoluta, a la Inquisición y al sometimiento de la mujer a su marido. La verdadera razón para mantener este anacronismo ofensivo no es otra que el deseo de pacificar las reivindicaciones separatistas vascas tirando de chequera, algo así como: «Queridos nacionalistas euskéricos, no sólo os damos lengua oficial, amplias competencias legislativas y ejecutivas e intenso reconocimiento simbólico, sino que os regalamos sacos llenos de billetes en detrimento del conjunto nacional para vuestro goce y disfrute. A cambio de tales prebendas, a las que diremos que tenéis derecho por ser una raza superior y elegida que viene inalterada y pura de los primeros vagidos de la Humanidad, vosotros os portaréis bien, respetaréis esta Constitución que tanto os favorece y os olvidaréis de vuestros sueños independentistas». Este fue el trato que una parte, el Estado español, ha cumplido con creces y que la otra, los nacionalistas vascos, se han pasado por el arco del triunfo. No han cesado ni un minuto de plantear cosas imposibles e inconstitucionales y, en su versión asesina, han matado, torturado y destruido durante cincuenta años, sin democracia y con democracia, hasta que, ahítos de sangre inocente, han decidido que temporalmente dejarían de disparar a la gente en la nuca y de poner bombas para ser alcaldes, diputados en el Congreso y junteros forales porque, al fin y al cabo, la actividad criminal es muy fatigosa y hasta las hienas merecen un descanso.
Por consiguiente, el hecho de que Ciudadanos y Podemos descubran que el Concierto vasco es un absurdo infumable y que convendría revisarlo no es nada extraño. Cuando llega una mirada nueva y virgen sobre los viejos problemas, resulta natural que surjan soluciones simples y evidentes, por ejemplo, la derogación de unos privilegios que, además de injustificables, ni siquiera han conseguido el objetivo que se perseguía al otorgarlos.