Yo tenía un tío comunista que nos mostraba un álbum de fotos tomadas desde el balcón de su casa en las que se veía cómo la procesión del Corpus perdía fieles cada año. En las primeras se observaba una muchedumbre y en las últimas, que coincidían con la aparición del color y la democracia, sólo media docena de creyentes seguían al cura y la Cruz.
Yo miraba al tío disfrutar mientras nos ponía al día. Intentaba adivinar qué provocaba el brillo de sus ojos, cómo salivaba. Las bajas pasiones. Disfrutar del mal ajeno está feo, si. Pero somos feos. Somos Dios e hijos de puta, que decía aquel. También existe un alivio sano al vernos libres del drama. Y si además hay reparación o justicia, no te digo más.
Recordaba eso al descubrir mi gozo malévolo por el rapidísimo deterioro de la procesión feminista. Del medio millón a veinticinco mil fieles en pocos años. La decadencia era de esperar. Si tras la necesaria reivindicación de la igualdad de derechos, el voto, el divorcio, la incorporación al mercado laboral o las ayudas a la maternidad comienzas a hablar del sexo con la regla, de volver borracha a casa, de los trans, de gozar a los ochenta, de la violencia obstétrica, el satisfaer y otras paridas como las que sueltan estas nacionalistas del coño que viven del cuento, la gente acaba ocupándose de lo que realmente importa y te da la espalda.
Tardamos siglos en separar Iglesia y Gobierno. Hemos vuelto a unirlos. Feminismo, nacionalistas, veganos, animalismo, ecologistas… Las procesiones de estos nuevos cultos se convocan desde los gobiernos y cuentan con el apoyo de los poderosos. Pero van perdiendo adeptos y generan rechazo. Yo me alegro. Merecida decadencia de las que se manifestaron en plena pandemia, las que hablan de destripar a Ayuso o cantan «qué pena que la madre de Abascal no pudiera abortar» pero luego lloriquean si les dices gorda o mujer de.
En esta última procesión, varias ministras y la primera dama, un grupo que podría contarse entre los más poderosos del mundo, bailaba pegando saltitos como ridículas colegialas al cantar «se va a acabar la dictadura patriarcal». Miembros de su partido se van de putas, coca y viagra y ellas, chitón. Uno de los suyos viola una menor y no dicen ni mú. Ochocientas rebajas de condena a delincuentes sexuales. Casi noventa excarcelaciones. Se indulta a mujeres que secuestran niños, que denuncian en falso. El satisfaer mata fascistas. Los hombres son violadores. Las feministas vascas piden la excarcelación de las presas etarras. Hay mujeres reivindicando el velo y otros países las matan por quitárselo. «Me cuidan mis amigas, no la policía», gritan. «Mujeres con pene, mujeres con vagina, hay más mujeres de las que imaginas», cantan. «Por un feminismo sin distinción de especies», mugen las animalistas bajo la foto de una mujer y una vaca. Es una puta locura.
Yo sonrío. Y salivo. El País Vasco, cada vez más pobre, envejece a pesar de la manutención que pagamos esos españolazos de los que reniegan hasta que toca poner el kazo. Las mujeres que no movieron un dedo ante las injusticias cometidas con los hombres por las leyes de igualdad piden ayuda por las políticas trans. Empresas que se piran de Cataluña. La imposición de las lenguas cooficiales genera cada vez más rechazo entre los ciudadanos. El desprecio hacia las Greta de turno crece. El Barça está cercado. Los hombres colapsan el registro para declararse mujer y aprovechar ofertas. Y yo como más carne. Sonrío más. Cambio el híbrido por gasolina. Salivo. No separo. Votaré con furia. Comienzo a ir a los toros. Cómo te entiendo, tío.