La semana pasada ocurrió algo singular en el Parlamento Europeo, una de esas cosas que nuestros medios nunca nos cuentan. Fue que un eurodiputado polaco de nombre Grzegorz Braun tomó la palabra y rompió a hablar contra el apoyo de Bruselas a Ucrania en su guerra contra Rusia, un apoyo que de momento nos ha costado 88.000 millones de euros según la propia Unión Europea. Braun apenas pudo hablar unos segundos: el presidente de la Asamblea, que en aquel momento era Esteban González Pons, le cerró de inmediato el micrófono y pasó la palabra a una señora comisaria. Y la señora comisaria, como respuesta, le dijo al polaco que Rusia es un país donde no se respeta la democracia ni la libertad de expresión. Un argumento especialmente llamativo para espetárselo a alguien al que le acaban de cerrar el micro por decir lo que no se puede decir. Es verdad que el perfil político de Grzegorz Braun tiende a lo energúmeno, pero eso aquí es lo de menos. Lo importante es la flagrante contradicción de un sistema que en nombre de la libertad de expresión priva de la palabra a un diputado.
Con la guerra de Ucrania está ocurriendo algo realmente insólito y es el grueso manto de hostilidad que cae sobre cualquiera que ose discrepar de la doxa oficial, a saber, ese discurso de respaldo acrítico a Zelensky que en apenas dos años ha conducido a la Unión Europea a convertirse en un apéndice de la OTAN, que ha sumido a toda Europa en una crisis energética e industrial cuyos efectos son ya más que visibles, que nos ha convertido a todos en enemigos declarados de una potencia nuclear y que ha abierto un conflicto planetario que con toda seguridad se prolongará de diversas formas en los próximos años. Las consecuencias de esta toma de postura son lo suficientemente serias como para, al menos, exigir un mínimo debate, pero no: la doxa es implacable y exige una adhesión irracional que no se vivió ni siquiera en los tiempos más tensos de la vieja guerra fría. Muchos y muy poderosos deben de ser los intereses en juego. Por el informe del Oakland Institute sabemos que el gobierno de Zelensky ha vendido lo más jugoso del suelo agrario del país a grandes empresas extranjeras. Por la prensa económica internacional sabemos también que BlackRock y Pimco tienen vara alta en la deuda ucraniana y ya se han colocado para «administrar» la reconstrucción del país cuando acabe la guerra. Seguramente eso es sólo la punta del iceberg. Y debe de ser un iceberg muy, muy grande, cuando no hay medio oficial que no repita todos los días las consignas de rigor, incluso cuando la evidencia demuestra que son mentira. Tan grande que Alemania (nada menos) ha aceptado con ovina sumisión que le revienten un gasoducto vital.
Lo más sangrante, con todo, es que el mero hecho de decirse partidario de una paz inmediata en Ucrania le haga a uno merecedor de todo género de condenas, empezando por la muy socorrida de «putinista». Hasta donde yo recuerdo, es la primera vez que eso pasa. En el último medio siglo hemos vivido conflictos muy cruentos en distintas partes del mundo y siempre había habido alguien para levantar la bandera de la paz. Ahora, no. Incluso un gobierno tan dado al postureo como el español, siempre dispuesto a llenarse la cabeza de flores (de papel) y que se ha apresurado a reprobar la respuesta israelí a los atentados del octubre pasado, en este otro asunto ucraniano obedece dócilmente y secunda a Washington y Londres en una guerra en la que, en principio, España no tiene interés particular alguno. ¿Por qué? El único mandatario occidental de peso en la escena mundial que ha apostado por una negociación de paz en Ucrania ha sido Donald Trump y ya han intentado matarle dos veces. Sin duda no ha sido sólo por la guerra de Ucrania, pero ésta forma parte del paquete (y esto es lo más inquietante).
Desde una posición exactamente inversa a la del polaco Braun, el viejo izquierdista italiano Vincenzo de Luca recordaba recientemente la evidencia: ayer fue una temeridad extender la OTAN sin fin hacia el este y hoy es irracional emprender una guerra sin saber cuál es el objetivo. La doxa responde a estas objeciones diciendo que sólo desde los extremos políticos (derecho e izquierdo) se cuestiona el apoyo a Ucrania y el acoso a Rusia. Pero no es verdad: hay innumerables voces de todos los pelajes ideológicos que ven el panorama y piensan lo mismo, que es, por otra parte, lo que dicta el viejo realismo político. Tal vez lo más relevante es precisamente esto: el realismo que caracterizó a las cancillerías occidentales durante más de medio siglo ha sido masivamente sustituido por una retórica irresponsable de belicismo infantil, tan manifiestamente pueril que hace inevitable pensar que alguien nos está ocultando algo. El iceberg.