Corría el año 1993. El Partido Socialista ganaba las elecciones generales. Nada nuevo hasta entonces desde 1982. Sin embargo se producía un cambio sustancial que dibujaba un nuevo marco en el panorama político español. 159 diputados no eran suficientes para investir a Felipe González como Presidente del Gobierno de España por cuarta vez consecutiva y sería necesario poner en marcha la maquinaria de los pactos; algo inédito hasta entonces.
Así, el PSOE tuvo la posibilidad de apoyarse en los comunistas de Izquierda Unida o apuntalar su gobierno en un acuerdo con los conservadores. Sin embargo las exigencias de los primeros y el odio secular a los segundos hicieron imposible tales acercamientos. González optó finalmente por echarse en brazos de los nacionalistas moderados de Convergència i Unió del entonces estabilizador de España Jordi Pujol, ahora acosado judicialmente por las presuntas fechorías llevadas a cabo desde el inicio de la democracia. Capítulo aparte merecería concretar el porqué de esta persecución y, sobre todo, por qué ahora.
En aquel Consejo de Ministros, del cual astutamente los convergentes rehusaron formar parte (a pesar del ofrecimiento expreso del sevillano), por estar mal visto por sus votantes y por el desgaste que supone estar en labores de gobierno, se sentaron Felipe González (obviamente), Alfonso Guerra, Carlos Solchaga, José Luis Corcuera y Alfredo Pérez Rubalcaba. Hoy convertidos en adalides de la unidad de España y muy interesados en el perseverar en la igualdad y el bienestar de todos los españoles. En ese momento de la historia reciente no tuvieron inconvenientes en formar parte de un gobierno sustentado por el nacionalismo periférico digno de los más cálidos mimos, según convención, mientras se cocinaba a fuego lento y presuntamente al abrigo de suculentas comisiones, su ruptura (la social y la territorial) con el conjunto de la nación. En aquella sesión de investidura, el candidato socialista afirmó que el resultado de las elecciones de aquel 1 993 originaba un nuevo momento de “diálogo, entendimiento y concertación, para hacer que España fuera un país más fuerte y más cohesionado social y territorialmente”. Frase sonrojante conociendo las circunstancias actuales.
Los socialistas fundamentaron el convencimiento de la oportunidad de estos pactos en la garantía de la estabilidad y la gobernabilidad que aportaban; en la manifestación de un espíritu dialogante con objeto de disminuir la crispación; en el reforzamiento de los intereses generales de España; en la perspectiva histórica para involucrar a los nacionalismos periféricos en la gobernabilidad del Estado y en su necesidad para renovar la vida política democrática. Visto el momento actual, lo clavaron.
Nos situamos ahora en el año 1996. Paro insoportable, corrupción política insostenible, decadencia institucional…(¿les suena?). En este entorno (o a pesar de este entorno), el Partido Popular sólo fue capaz de obtener 156 diputados. Por primera vez el renovado partido de centro-reformista se hacía con opciones de llegar a La Moncloa. Algo que no le resultaría fácil, pues sólo tres años antes había criticado ferozmente que el PSOE se hubiera liado la manta a la cabeza y hubiera optado por bailar la sardana al son que el molt honorable le marcaba. Ahora ellos hablarían catalán en la intimidad. El PP, en un alarde de adacadabrismo y ante la estupefacción de más de uno de sus votantes, logró ser el partido de gobierno con el apoyo de Convergència i Unió, Partido Nacionalista Vasco y Coalición Canaria. Tan cerca en lo “ideológico” y tan lejos en lo que a la concepción territorial se refiere. No deja de tener tintes jocosos que el amplio acuerdo alcanzado se bautizara por los populares como “operación de Estado”.
Los compromisos fraguados por el PP en 1996 fueron puestos en entredicho por los socialistas que en 1 993 habían hecho prácticamente lo mismo. Algunos dirigentes como Bono, Rodríguez Ibarra y Chaves, entonces Presidentes de Comunidades Autónomas, pusieron encima de la mesa la necesidad de alcanzar un gran pacto de Estado (¿les suena?) entre las fuerzas nacionales para evitar la fragmentación interior. De este modo entendían que se evitaría el sistemático chantaje de los partidos nacionalistas periféricos. Ya entonces se planteó la necesidad de reformar la ley electoral (¿les suena?), para evitar que los partidos nacionalistas se convirtieran en bisagras cada vez que uno de los dos mayoritarios no alcanzara mayoría absoluta.
En estos días, tras las elecciones del 20 de diciembre, tenemos prácticamente cerrado un gobierno de coalición entre socialistas, la izquierda radical y el separatismo. A ello se oponen hoy con vehemencia los responsables de pactar en los noventa con quienes de forma sibilina alimentaban la ruptura social y territorial que hoy nos explota en la cara. Con los responsables de generar la España más crispada desde el advenimiento de la democracia. Con esos nacionalistas responsables con la gobernabilidad de España que han conectado el crono para su separación, arrastrando a la mitad de catalanes que parece no existir para ellos.
A esto se une lo más granado de la lucha por las libertades individuales. Esos lobos con piel de cordero cuyos colmillos ya asoman a pesar de que muchos aún no se hayan querido dar cuenta. El PSOE tiene acuerdos con ellos en Córdoba, Zaragoza, Madrid, Barcelona, Valencia…No es complicado suponer lo que ocurrirá.