«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Putinfilia y putinfobia

28 de abril de 2017

Para algunos, Putin encarna el regreso de Rusia a la Guerra Fría, la hostilidad y la amenaza respecto a las instituciones parlamentarias europeas, tal y como lo fue la Unión Soviética durante décadas. El Kremlin, en la mejor tradición novelesca, amañaría elecciones y auparía candidatos, hackearía servidores y manipularía información, o se infiltraría incluso en el equipo del Consejo de Seguridad Nacional en Washington.

Para otros es justo lo contrario: la Rusia de Putin representaría la tradición, el reservorio cristiano en época de paganismo, y su dirigente sería el caballero blanco dispuesto a salvar a la degenerada Europa de sí misma, a eliminar a sus élites corruptas apoyando a la Alt-Rigth emergente, y a frenar al yihadismo y al “globalismo” antes de que sea tarde para el Viejo Continente.

Paradójicamente, putinfilia y putinfobia parten del mismo doble error: por un lado de la exageración de la capacidad diplomático-estratégica rusa como factor determinante en las grandes cuestiones internacionales actuales, otorgándole una capacidad de la que en buena medida carece.

Por otro lado, se moralizan, ideologizan y estilizan las intenciones del Kremlin como algo reaccionario: venerable para unos o abominable para otros, pero que exigiría lealtades o rechazos absolutos a este lado de Occidente.

De este doble error -sobrevalorar la capacidad rusa y exagerar sus objetivos- se deriva un problema práctico: convertida Rusia en la única potencia con iniciativa real y con una ideología clara, quedaría para los demás acomodarse a las iniciativas del Kremlin, a favor o en contra.

Así por ejemplo, a Trump se le limitaron de antemano las opciones a ser o no ser pro-ruso, con carga moral incluida en cualquiera de los dos bandos; y los mismos europeos limitan las opciones a aceptar la hegemonía rusa y dejar en manos de Rusia su seguridad o a combatirla con todos los medios posibles, que son pocos sin los norteamericanos, regresando a la Guerra Fría. Una vez instalados en este doble error, no parece haber término medio.

 

La relación de fuerzas y los objetivos del Kremlin

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Respecto a lo primero, es cierto que Putin ha llevado a cabo en la última década un proceso importante de reorganización y adecuación de las fuerzas armadas rusas. El esfuerzo ha sido importante (por encima del 4,2% de gasto respecto al PIB) especialmente si lo comparamos con la apatía de los países europeos y la distracción norteamericana en Afganistán e Irak.

En poco más de una década, Rusia ha sido capaz de transformar el pesado e ineficaz Ejército Rojo en una fuerza polivalente capaz de desarrollar en el exterior distintas operaciones de intensidad media: despliegue aeronaval en Siria, operaciones aéreas en el Báltico, y guerra irregular en Ucrania.

El esfuerzo de reorganización y modernización ruso se basa en el uso extensivo de nuevas tecnologías, la utilización fuerzas especiales y la renovación del material en el ámbito naval, terrestre y aéreo. Sumemos a ello la decidida renovación y modernización de la defensa estratégica o nuclear y las intenciones del Kremlin de llegar a un millón de soldados en el año 2020 para concluir que, en principio, Rusia está en condiciones de ejercer un liderazgo global que, a su vez, exigiría de los demás tomar partido respecto a su poderío.

Sin embargo, subsisten demasiadas dudas sobre la capacidad rusa: las capacidades militares están lejos de ser lo que a Putin gusta de mostrar y demostrar. En términos generales, el proceso modernizador está demasiado expuesto a la marcha de la economía rusa: las sanciones económicas, el precio del crudo constituyen amenazas reales al gasto en defensa, por mucho que la sociedad rusa tolere privaciones que en occidente serían intolerables.

La modernización se limita todavía a una fracción muy parcial de las fuerzas rusas: más allá de algunas unidades, el grueso de ellas sigue siendo de una calidad inferior a la occidental: en organización, entrenamiento y equipamiento, no pocos europeos llevan la ventaja. La capacidad de proyección de grandes contingentes militares está muy limitada, y más allá de operaciones aéreas y acciones militares rápidas en teatros limitados, las lagunas son importantes. El número de aviones de última generación, de divisiones de carros capaces de sostener combate con las fuerzas occidentales, es aún demasiado limitado. Sólo la capacidad de defensa aérea parece ser un serio problema para los países de la OTAN.

Respecto al punto de vista político, el de Putin es bien conocido, por histórico. El Kremlin ha recuperado con éxito la gran tradición nacionalista rusa, que incluye elementos contradictorios: por un lado, combina el desprecio hacia la decadente Europa Occidental con un temor atávico hacia sus intenciones y movimientos, algo plasmado en la paranoia ante las actividades de la OTAN; pese a su condición de gran espacio, o justo por ello, busca con determinación salidas a mares navegables; por fin, la enorme extensión de sus fronteras, al oeste y al este, conlleva una extraña combinación entre defensa en profundidad aprovechando la inmensidad rusa, y la búsqueda de fronteras adelantadas, de un cinturón de seguridad variable según la propia fortaleza rusa.

La ambición de hacer de Rusia una potencia global en el siglo XXI choca con los temores y debilidades tradicionales que hunden sus raíces en la historia rusa, esa mezcla de temor y orgullo. Putin no parece escapar a nada de esto: su interés es la supervivencia y grandeza de la Madre Patria, sin que esté claro dónde acaba un objetivo y empieza el otro.

 

Sobrevaloraciones y malinterpretaciones

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Ni la relación de fuerzas con Estados Unidos y occidente, desfavorable al Kremlin, ni las intenciones políticas, tradicionalistas o reaccionarias pero inequívocamente particulares, permiten asimilar sin más la situación a lo sucedido durante la Guerra Fría. No hay paridad alguna, salvo que a las fuerzas rusas sumemos las de otras potencias dispuestas a desafiar a Washington. No se trata de minusvalorar el papel ruso.

En términos diplomáticos y militares, Rusia es perfectamente capaz de jugar un papel importante en el sistema global: para desgracia de Putin , su potencial no es determinante ni está destinado a ser hegemónico. El aislamiento y la cercanía de Crimea a la frontera rusa favorecían, incluso determinaban, el éxito de la ocupación, que se volvió más complicada en el resto de las regiones ucranianas.

En Siria, la limitada presencia rusa no depende sólo de la voluntad, sino de la capacidad y del alto coste: salvo que las operaciones de planchado ruso sobre barrios enteros se consideren éxitos militares, la demostración de fuerza no está a la altura de la occidental en Siria, Irak o Afganistán. En el Báltico, en fin, los juegos de guerra con las potencias occidentales son para éstas poco más que unas maniobras en las que se sienten cómodas. La osadía y pericia de los pilotos rusos no suplen todas las carencias de su fuerza aérea.

Sobrevalorar la capacidad militar rusa es un error. También malinterpretar las intenciones, como hacen putinfilos y putinfobos. Se equivocan de medio a medio quienes ven en él el baluarte occidental contra la barbarie: el único fortín que le interesa es el ruso. Con matices, Putin remite más a la tradición zarista que la tradición comunista, y su interés está en fortalecer la Madre Patria, no en salvar al mundo del yihadismo o defender al cristianismo occidental de su decadencia.

Su interés en la Vieja Europa es simplemente instrumental, y su cercanía a parte de la Alt-Right mera estrategia: nada debe a unas potencias occidentales que observa, ahora con sospecha, ahora con desprecio. Ni busca someter a Europa ni busca resucitarla. No hay grandeza ni proyecto universal. No reconocer que el interés de Rusia es Rusia es algo que, quienes ven en él a un salvador o a un diablo, no terminan de comprender.

En fin: Putin es al mismo tiempo menos fuerte y menos intransigente o idealista de lo que detractores y vitoreadores suponen: más débil de lo que parece a simple vista, más pragmatista, más proclive a la negociación cuando ésta se le plantea en serio. Sin demasiados escrúpulos para el uso de la fuerza cuando así necesita, es sensible a la variación en las relaciones de fuerza, a los cálculos militares.

Contra lo que suele pensarse, Obama y Clinton se interesaron poco en frenar las ambiciones rusas. Con ellos en la Casa Blanca y en el Departamento de Estado, se rompió el equilibrio de la administración Bush: Putin avanzó en todos sus frentes, sin oposición alguna. Durante ocho años la potencia rusa parecía imparable, y obligaba a todos a fijar posición respecto a la iniciativa, tomada siempre por el Kremlin. Sin nadie al otro lado de la mesa, lo de Putin fue un monólogo con apariencia de fortaleza. Y esta es la razón por la que ha dado la sensación de que, efectivamente, Rusia tenía capacidad e ideas para liderar occidente, o lo que queda de él. La sensación es falsa.

 

Interlocución rusa

El ataque con misiles contra la base aérea de Shayrat cambió las reglas de juego que Putin había impuesto a Obama y Clinton, y han supuesto una dosis de realismo. No sé si para el propio Putin, pero sí para quienes se dividían respecto a él. Algunos denuncian la traición intolerable de Trump, otros sospechan de sus intenciones, o superponen en el análisis luchas intestinas o conspiraciones internas.

Cuando se sustituyen interpretaciones ideológicas por circunstancias reales, todo resulta más claro y sencillo. Trump ha introducido en el monólogo ruso el lenguaje de la diplomacia y la estrategia, que es el de la fuerza y el cálculo militar: el que Obama había rehuído. La demostración de fuerza norteamericana, la amenaza de nuevas iniciativas por parte de la Casa Blanca, significan que por primera vez en años, Putin tiene al otro lado de la mesa un interlocutor fiable, al menos tan resolutivo como él y son problemas para usar el potencial militar americano, superior de lejos al ruso. La facilidad del ataque de hace dos semanas y la firmeza de Trump muestran que el nuevo jugador cuenta con buenas cartas. Mejores.

Basta sólo que Trump restaure la confianza y la credibilidad americanas. Más allá de las declaraciones propagandísticas que tan bien domina el Kremlin, lo cierto es que Putin ha averiguado o está a punto de averiguar que su política en Oriente Medio debe ser de una u otra manera consensuada con la Casa Blanca, y que sus valores no son los del resto de países occidentales. Eso significa que entre la enemistad absoluta propia de la guerra fría que crea ansiedad en los putinfóbos y la pasiva alineación con Moscú que algunos putinfilos suponían en la América de Trump, se abre el espacio de la negociación diplomática, hasta ahora inexistente.

Los misiles de Trump, sobre todo si van acompañados de una estrategia más amplia, redimensionan el papel de Rusia: lo ajustan a la verdadera relación de fuerzas, y deben acabar

con el hooliganismo con que parte de la Alt-Right se equipara con la extrema izquierda. Interlocución no significa ni amistad ni enemistad: implica, desde luego, la asunción de las limitaciones e intenciones del proyecto ruso, pero también de que posee cierta legítimidad política, una vez redimensionada su influencia. Implica reconocer hasta donde Rusia puede llegar en Siria, y reconocer también que las debilidades europeas no puede cubrirlas Moscú, porque sus intereses son, sencillamente, distintos.

Por decirlo en términos reaganianos, Trump está en camino de sentar a Putin otra vez en la mesa de negociación. Al hacerlo, impide el proyecto de Moscú de construir un nuevo Oriente Medio con Teherán pero sin Washington, garantía a largo plazo de un conflicto de mayores dimensiones que Rusia no podría gestionar aunque quisiera. Y mas allá de la región, introduce un diálogo realista sobre intenciones y capacidades. Toca, pues, sentarse a negociar.

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