Las naciones europeas ya no son democracias nacionales. Las naciones europeas son una asamblea de oligarquías. Esto ya no es un juicio de valor, sino una constatación objetiva. La oligarquía, como todo el mundo sabe desde Aristóteles, es el sistema de gobierno donde mandan sólo unos pocos. Lo que la singulariza no es el hecho de que manden unos pocos (siempre, en todos los sistemas, mandan sólo unos pocos), sino que esos pocos gobiernan en orden a sus propios intereses personales o de grupo, al margen de cualquier idea del bien común. Y eso es exactamente lo que viene pasando desde hace años en las naciones europeas.
Una oligarquía puede hacerse pasar por democracia. De hecho, es una de las degeneraciones posibles de ésta. Para ello basta con que la casta gobernante haga creer al pueblo que sus intereses son idénticos. Por ejemplo, convenciendo a la gente de que la precariedad energética nos va a ayudar a «salvar el planeta» o de que aceptar la inmigración masiva es una obligación humanitaria. Exactamente como hacen la oligarquía de la Unión Europea y sus delegaciones nacionales. En este sentido, los nuevos medios de comunicación han puesto en las manos de los gobernantes armas poderosísimas, instrumentos de persuasión como jamás se habían conocido. Su despliegue, eso sí, exige limitar al máximo las voces discordantes, vigilar la homogeneidad del discurso. Exactamente, también, como se propone hacer la Unión Europea con sus planes para combatir la disidencia etiquetándola como «desinformación«.
La oligarquía no tiene por que ser autoritaria, incluso puede aceptar una cierta pluralidad en su seno. El modelo de la España de la Restauración es un ejemplo supremo: dos grandes partidos que se repartían el poder y escenificaban cierta división social sin que ninguno de los dos pusiera jamás en peligro el régimen. Lo esencial es que el núcleo del poder permanezca inalterable y, sobre todo, inasequible a otros agentes. Por cierto que aquí el régimen chino ofrece un ejemplo fascinante: la evolución de un régimen totalitario comunista hacia una suerte de oligarquía en la que pueden entrar agentes nuevos (financieros, industriales, etc.), siempre y cuando no pongan en cuestión el marco común del sistema, a saber, eso que allí llaman «socialismo con características chinas». Cuando se llega a convencer a la mayoría del pueblo de que ese marco común no es una imposición del poder, sino la única forma de convivencia política posible, entonces el oligarca puede envolver su poder en los ropajes de la libertad sin que apenas nadie sea capaz de percibir el engaño.
En la Unión Europea, la deriva oligárquica se está manifestando en la adopción generalizada de políticas idénticas en materias como la energética o la migratoria, ya mencionadas, o el desmantelamiento del campo y la externalización de la producción agraria. Son políticas objetivamente lesivas para las sociedades europeas y que, además, no ha votado nadie, pero constituyen el núcleo central del nuevo consenso en el que abrevan por igual socialistas, democristianos y liberales. Estos asuntos jamás se someten a la votación popular: son los tótems de eso que ellos llaman «Europa», y toda disidencia queda automáticamente excluida del juego bajo los sambenitos de «eurofobia» o «extremismo». Por eso Bruselas y sus agencias nacionales coinciden en la persecución de las fuerzas políticas que osan cuestionar los grandes tabúes: Georgescu en Rumanía, Alternativa en Alemania, Marine Le Pen en Francia, VOX en España… Estos partidos son, para la oligarquía, mucho más peligrosos que las corrientes separatistas o incluso que las bandas terroristas, porque ponen en solfa el «marco común», o sea, el dogma sobre el que los oligarcas asientan su poder, y eso es intolerable. Los dogmas son tan inviolables que justifican incluso considerar maldito a un país entero, como pasa con la Hungría de Orbán o, antes, con Polonia.
No es fácil vivir bajo una oligarquía. Tarde o temprano, uno descubre que los poderosos están utilizando la conspiración, la fuerza, la demagogia y el engaño al pueblo para acabar con la democracia, como advirtió Tucídides. A partir de ese momento, uno ya no puede dejar de sentirse oprimido, por más sucedáneos de libertad que el poder ofrezca. Por otro lado, la política oligárquica, por su propia esencia, siempre termina perjudicando a la mayoría, haciendo su vida cada vez más difícil, hasta el punto de que la gente se siente expulsada de su propia comunidad. Toda oligarquía tiende a derivar o bien en querellas internas entre los oligarcas, en cuyo caso el vencedor suele convertirse en tirano, o bien en revueltas populares, y aquí nunca es posible saber cómo correrán los dados. En cualquier caso, ninguna oligarquía dura para siempre: es una forma de gobierno que porta en sí el germen de la destrucción.
¿Qué hacer cuando te gobierna una oligarquía? Tal vez la mayoría opte por cerrar los ojos y adormecerse en los brazos del poder. Eso puede durar incluso un tiempo, pero es inevitable que, al final, las protestas de los expoliados crezcan hasta perforar cualquier oído. Entonces sólo queda resistir. Santo Tomás de Aquino decía que la única oposición viable a la oligarquía es subordinar el gobierno a la idea de bien común. Sin ella, cualquier forma política, democrática o monárquica o la que fuere, degenera sin remedio. Hoy, como primera providencia, una buena forma de empezar sería definir en qué consiste nuestro «bien común». En términos nada metafísicos: qué políticas nos dañan, individual y colectivamente, y qué otras políticas nos permitirían sobrevivir mejor como comunidad. Y si hay algo claro, es que las políticas de la oligarquía europea nos matan. Por consiguiente…