Occidente celebró ayer el día de la Sagrada Familia. El Papa que vino del comunismo le tenía una gran devoción. Lo normal cuando vienes del comunismo, o del individualismo radical. Si hay algo en lo que coinciden el individualismo radical y el colectivismo es en despreciar a la familia.
La familia es la institución social por excelencia. No nace de un contrato aunque el compromiso de los esposos sea una manifestación de voluntad, para siempre, siempre.
La familia es el lugar donde todos aprendemos las virtudes más elementales para la buena vida: por encima de todo el amor, pero también el respeto, la generosidad, el agradecimiento, la cooperación voluntaria, la obediencia.
También en la familia se aprende a sufrir y a pedir perdón. En la familia se tiene experiencia del dolor y del amor. La muerte de un familiar, una mala racha en los negocios, una enfermedad prolongada. Ni la empresa, ni el mercado, ni el estado generan ni podrán generar esos lazos íntimos, profundos, que crea la familia.
La progresiva destrucción de la familia es un signo evidente de la crisis de la civilización occidental. La familia ha sido sustituida por los entes locales, regiones, empresas o asociaciones privadas. El pensamiento «woke» atenta directamente contra la institución familiar; su insustancial y falso identitarismo sexual enfrenta a marido y mujer, padres contra hijos, abuelos contra nietos. Desde la memoria histórica hasta la teoría de género pasando por la industria del entretenimiento de masas, son expresión de ideologías que persiguen socavar y debilitar la familia.
Una de las medidas más patrióticas y revolucionarias a la vez, y un reto de supervivencia en nuestro tiempo, es devolver a la familia aquello que en nombre del Estado del Bienestar, políticos y gestores de todo cuño, le han expoliado. Cuestión de sentido común. Lo hemos experimentado todos así que ningún relato de intelectual pasado de moda nos va a convencer de lo contrario.
No nos amilana el falaz argumento de que, en ocasiones, los padres no cumplen con su deber, o se extralimitan en sus potestades. Cierto. Caiga sobre ellos el peso de la Ley, como ha de caer sobre quienes abusando de sus posiciones de dominio en el mercado arrasan con la leal y libre competencia de pequeñas y medianas empresas.
La familia debe ser la principal protagonista de la educación y el crecimiento de los hijos. Con mucha razón, se ha dicho que una sociedad con familias fuertes es una comunidad fuerte, protegida frente a las intromisiones de las ideologías, de los gobiernos, de las empresas o de los grupos de presión. Por el contrario, una sociedad con familias divididas o enfrentadas, débiles y disminuidas, en las que se produce una «atomización» de intereses y deseos, es una sociedad débil e indefensa frente a cualquier ataque desde los poderes políticos, sociales o económicos.
La familia es el lugar donde uno aprende a amar. Amar es querer querer. Es el deseo de darse uno mismo sin esperar nada a cambio. Ni el colectivismo ni el individualismo radical enseñan eso. La familia es el lugar donde uno aprende a ser libre. A tomar decisiones, y a equivocarse y a asumir responsabilidades. Los padres corregirán, amorosamente, los errores y el niño aprende — sin sufrir las consecuencias crueles del sistema de justicia exterior —, a responsabilizarse de sus decisiones. En la familia no hay despidos ni resoluciones contractuales. Eso está en el mundo exterior, y en la familia uno aprende mansamente.
En la familia uno se instruye en economía y política. En la familia se aprende a ahorrar, a no gastar más de lo que se gana o de lo que se puede devolver a un prestamista. Y el bonus pater familias enseña a sus hijos el valor de la propiedad, el riesgo de la deuda, y la satisfacción de cumplir los compromisos. La familia es un mercado donde intercambio es entrega; precio es «gracias», empleo es «por favor» y competencia es «déjame que te ayude».
En la familia se aprende que el orden y la jerarquía son fundamentales para que cualquier comunidad funcione eficazmente; sin que jerarquía sea autocracia. Todo en la familia es democrático porque todas las decisiones se toman por el conjunto de la familia y en interés de la familia y de todos y cada uno de los miembros. La familia es un estado aristocrático donde dirigen los mejores, los que más se entregan y sacrifican; donde el mérito es esfuerzo y la capacidad, entrega.
En la familia se aprende historia. Historia real y vivida. En la memoria familiar no se entromete el Estado, ni intelectuales de baratillo ni profesores de instituto que cobran al peso sesudos y manipulados estudios. La familia es tradición, esto es, entrega. Los padres entregan a los hijos lo que recibieron de sus padres, y estos, de los padres de sus padres. Una cadena interminable donde cada generación conserva aquello que la nueva generación precisa, mejorado.
Por eso, cuando desde las instituciones nacionales, locales o regionales; o desde la caprichosa Bruselas se promueven medidas que minusvaloran, perjudican o expropian a la familia aquello que le es propio, un alma sensible debe reaccionar.
No es capricho oponerse a que asociaciones privadas con intereses ideológicos muy concretos adoctrinen a los niños y jóvenes en una determinada noción de la sexualidad y «enseñen» a niños y jóvenes prácticas sexuales, inapropiadas para la edad, y que entran en los ámbitos más profundos de la intimidad del ser humano. Eso es atacar a la familia.
También es atacar a la familia la sectorización obligatoria y coactiva de los colegios de modo que si vives en tal o cual barrio no puedes ir más que al colegio donde el sátrapa autonómico de turno o quien narices sea te ha asignado tantos o cuantos puntos.
Es atacar a la familia que su fiscalidad sea peor que la de una empresa. Porque una familia es, también, una empresa. Una empresa maravillosa donde el afán de lucro es compartido y generoso y tiende, siempre, a reinvertirse en la comunidad. Familias prósperas son una fuente de alegría, de sano consumo, de riqueza e inversión. Una familia crea, de la nada, riqueza social y económica, y devuelve a la comunidad todo lo que de ella recibe.
Es atacar a la familia que los parques y las calles sean inseguras.
La fuerza inexpugnable de la familia es una conversación abierta y sincera, al final del día, donde los padres comparten con sus hijos las esperanzas e ilusiones de la jornada, los triunfos y las derrotas, las profundas aspiraciones, los sueños, las necesidades y las urgencias. La fuerza de la familia es un padre cansado, en vela, por la tos y la fiebre de su hijo; y un hijo cansado, en vela, por su padre, ya mayor, aquejado de dolores.
En ese lugar, en ese concreto y escondido lugar, las élites no pueden entrar. Es el calor del hogar; un castillo inexpugnable que hemos de defender y desde el que vamos a ganar. Aquí y ahora.