«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Carlos Marín-Blázquez (Cieza, 1969) es profesor de literatura, escritor y columnista. Ha publicado hasta la fecha dos libros de aforismos ('Fragmentos y Contramundo'), un volumen de relatos ('El equilibrio de las cosas') y una recopilación de artículos ('Una escala humana'). Su último libro es 'Arraigo', un ensayo publicado por CEU Ediciones y que obtuvo un accésit en la segunda edición del Premio Sapientia Cordis. Periódicamente, sus columnas aparecen en diversos medios digitales.
Carlos Marín-Blázquez (Cieza, 1969) es profesor de literatura, escritor y columnista. Ha publicado hasta la fecha dos libros de aforismos ('Fragmentos y Contramundo'), un volumen de relatos ('El equilibrio de las cosas') y una recopilación de artículos ('Una escala humana'). Su último libro es 'Arraigo', un ensayo publicado por CEU Ediciones y que obtuvo un accésit en la segunda edición del Premio Sapientia Cordis. Periódicamente, sus columnas aparecen en diversos medios digitales.

Queda el resentimiento

27 de junio de 2025

Ante lo incomprensible reaccionamos con desasosiego. De ahí que la literatura popular abunde en narraciones donde el desciframiento de un enigma contrarresta su poder amenazador. Si de la esfera de la ficción nos trasladamos al territorio de la actualidad, nos embarga un estupor apremiante: ¿cómo explicar que una organización política gangrenada por la corrupción se mantenga en unas tasas de aceptación popular más que aceptables?

Descartado el recurso al ámbito de lo paranormal, hay que empezar reconociendo que no hay un único factor que explique el fenómeno. Detrás de la consolidación de un régimen corrupto hay un largo proceso de envilecimiento social. Hay una ciénaga de intereses creados en una atmósfera de tolerancia hacia los pequeños fraudes cotidianos. Hay una relajación de los estándares éticos agravada por la obscena inmoralidad de una clase dirigente cada vez más deleznable. Hay una estructura mediática trufada de mediocridades serviles. Hay una burbuja de impunidad dentro de la cual los mismos que hacen las leyes se sitúan al margen de su cumplimiento. Hay un sistema político preparado para que, antes o después, los temperamentos psicopáticos se hagan con los mandos de la nave. Hay una estrategia de desestructuración social que fomenta la compra de voluntades, desincentiva el esfuerzo, socava la familia y provoca que la supervivencia de sectores cada vez más amplios de la población dependan del Estado. Y hay, durante decenios, un arrasamiento de las conciencias que, moldeadas por un aparato cultural en el que la ideología prevalece sobre la formación de la persona, son incapaces de oponer una mínima resistencia intelectual a las ambiciones de un poder crecientemente totalitario.  

Al cabo de unos años, se llega al estado de ruina presente. La labor de zapa ha deshecho los cimientos de la casa común. Que el edificio se venga abajo es sólo cuestión de tiempo. Para entonces, la sociedad está rota, no existe como tal. Lo que existe es una nebulosa de individuos desentendidos de los fines comunes y a los que sólo interesa su propio bienestar. ¿Su bienestar material? Sin duda, pero también, y de manera creciente, anímico. Porque este es el punto crucial: calibrar el nivel de distorsión psicológica del individuo empobrecido y aislado que, pese al clamor de las evidencias, sigue respaldando a los artífices de su propia debacle. 

¿Por qué lo hace? Porque necesita esa forma de gratificación íntima que le depara la creencia de saberse en posesión de una moralidad superior a la de quienes militan en la filas contrarias. Cuando ya no hay nada que compartir con los demás, cuando las identidades de clase se han desvanecido y las solidaridades de grupo hace tiempo que fueron desmanteladas y los proyectos de un futuro común son sólo un paisaje de escombros, queda el resentimiento. 

El resentimiento es también una modalidad de terapia. A quien no tiene otra cosa a la que agarrarse, le sirve para exorcizar la sospecha de su propia insignificancia. Una clase gobernante de incompetentes y corruptos necesita el combustible del resentimiento para mantener en marcha su convulsa maquinaria destructiva. Es una negatividad infecciosa que, sin embargo, forja lealtades de acero. Propaga un malestar que, para determinados seres, contiene un paradójico elemento paliativo, un secreto espasmo de alegría que les lleva a regocijarse en la contemplación del cataclismo porque es un cataclismo provocado por los «suyos».

En la era del consumidor hiperindividualista, el sujeto emancipado vive como un asunto personal lo que en realidad es un dato de dimensiones sociológicas. Así pues, el manejo de las emociones adquiere una relevancia política. Los ingenieros de almas, dentro siempre de la estricta observancia progresista, transforman en oleadas de euforia y adhesión la desesperación a la que debería conducir una sociedad que se descompone a marchas forzadas. Ya no se apoya a este o a aquel dirigente. O no sólo. Se trata de seguir abrazado a un ideal. De mantenerse en un imaginario estado de pureza frente al acecho de los monstruos que la propaganda inventa cada día. Lo que está en juego es la imagen excelsa que uno se ha labrado de sí mismo. Todo es aceptable, incluso la destrucción del suelo mismo de la convivencia y del porvenir de las generaciones futuras, cuando el lugar en el que uno ha escogido vivir, el hermético paraíso de su felicidad privada, es una isla al margen de la realidad más implacable. 

Fondo newsletter