«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Si me quieres, llévame a Ikea

20 de octubre de 2015

Para saber si un hombre es el verdadero príncipe azul se debe necesariamente pasar una tarde con él en Ikea. Pero no vale cualquier tarde, tiene que ser la de un sábado o domingo de Navidades o rebajas. Si después de buscar, elegir, opinar, medir, cargar, descargar y montar te sigue mirando arrebolado no hay duda: He is the ONE

A las mujeres Ikea nos encanta, y más ahora que han salido toda clase de blogs que prometen convertir cualquier mueble Sinnerlig, Norsborg o Hogklassig  en una edición limitada de un Roche Bobois. No existe límite para la excentricidad de los gustos femeninos.

La pena es que la mayoría de los hombres esto no lo entienden y cuando apenas enfiles un pasillo zigzagueante y flechado encaminada a recrearte con tu paraíso decorativo él empezará a resoplar con bufidos más propios de una jirafa deshidratada a la que estuvieran a punto de bañar en un jacuzzi. Mostrará todo el aspecto de quien se ve empujado hacia un tren de alta velocidad por el que pueda ser arrollado en menos de lo que tú has sacado el metro. 

La cuestión no es para menos. Cualquiera que tenga siquiera un conocimiento superficial de la especie femenina debería saber que pasar la tarde en los grandes almacenes suecos nunca es buena idea para ellos. No tiene uno la menor sospecha de la calamidad que está a punto de abatirse  sobre él.

– Cariño ¿cómo es de ideal esta librería  Trygghet

Él mirará el folleto de montaje preso de súbita alarma: 390.000 piezas, 757.000 tornillos, 46 kilos de peso, 2 metros de largo x 1,50 de ancho y una única llave inglesa para llevar a cabo una obra que requeriría una licenciatura en ingenieria de estructuras y puentes. ¿Herramientas? Bahhh, eso es de frikis del Leroy Merlin. 

– ¡Nos la llevamos! – dirás con una resolución propia de las FEMEN en su asalto a Rouco. 

– ¿Van a querer ustedes transporte? ¿Montaje? 

– ¡Por supuesto que no! ¡Habría ido a El Corte Inglés!- contestarás escandalizada ante la simple insinuación de pagar por algo que él puede hacer perfectamente. 

En la mente de él pasarán como fotogramas sus próximas 48 horas de vida: Carga 36 kilos de Tryghett en un carrito del tamaño de las muñecas Barriguitas, paga, cárgalo en el coche, no cabe, alquila una furgoneta, descarga en casa, devuelve la furgoneta y monta la librería con un catálogo no más claro que las instrucciones de un huevo Kinder y bajo la estricta dirección de la parienta que sabe perfectamente cómo hacerlo pero no se digna a tocar un tornillo. 

Si un hombre no tiene derecho a estremecerse ante semejante perspectiva, sería interesante saber qué es lo que le da derecho a estremecerse. A estas alturas de la tarde él ya empieza a desear que tú – hasta entonces su novia adorada- fueras un ser totalmente diferente en carácter y que en lugar de su amada lo fueras de cualquier otro chisgarabís que viva a considerable distancia de su hábitat natural.  

Brokers de pelo engominado miran a funcionarios jubilados de calvas cabezas y en la mirada de ambos se cruza un gesto cómplice que sobreentiende la desdicha compartida. En Ikea no hay clases, están ellas: esclavistas caprichosas y consentidas apoderadas de un deseo oculto y febril por convertirse en las nuevas Pascua Ortega, y ellos: calzonazos sin voluntad convertidos en mozos de carga, arquitectos, albañiles y transportistas por obra y gracia de los suecos.  

Sólo queda el consuelo de restañar los sentimientos tomándose un perrito caliente: Lo que Ikea ha unido que no lo separen los hombres.

 

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