«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.
(Santander, 1968). Jefe de Opinión y Editoriales de La Gaceta de la Iberosfera. Ex director de La Gaceta de los Negocios, de la Revista Chesterton y de Medios Digitales en el Grupo Intereconomía. Ex jefe de Reportajes en La Razón. Formado en la Escuela del ABC. Colaborador de El Toro TV y de Trece Tv. Voluntario de la Orden de Malta. Socio del Atleti. Michigan es su segunda patria. Twitter: @joseafuster
(Santander, 1968). Jefe de Opinión y Editoriales de La Gaceta de la Iberosfera. Ex director de La Gaceta de los Negocios, de la Revista Chesterton y de Medios Digitales en el Grupo Intereconomía. Ex jefe de Reportajes en La Razón. Formado en la Escuela del ABC. Colaborador de El Toro TV y de Trece Tv. Voluntario de la Orden de Malta. Socio del Atleti. Michigan es su segunda patria. Twitter: @joseafuster

No me lo quito de la cabeza

5 de diciembre de 2013

El automóvil se detuvo sobre un camino de grava y José Manuel Rebolledo, un empresario guipuzcoano de Zumárraga, trató de gritar.
La mordaza se lo impedía. Unos segundos después, dos hombres encapuchados abrieron el maletero y sacaron a Rebolledo sin contemplaciones mientras le decían: “No haga tonterías y no le pasará nada”. Los dos encapuchados agarraron a Rebolledo de los brazos y lo llevaron hasta una nave industrial bajo un monte oscuro como aquella noche sin luna. Los encapuchados sentaron a Rebolledo en una silla metálica dentro de la nave, cortaron las esposas de plástico que llevaba en las muñecas, le quitaron la mordaza y le dijeron que se estuviera muy quieto.

Diez segundos después, se escuchó el sonido de la puerta al cerrarse y al instante se encendieron unas luces muy potentes que iluminaron la nave
y deslumbraron a Rebolledo, que se cubrió los ojos con las manos. Cuando se acostumbró a la luz, vio en el centro de una nave vacía de unos cuatrocientos metros cuadrados a otro hombre sentado en una silla. Aquel tipo tenía la cabeza cubierta por una capucha y estaba atado de pies y manos. A cinco metros de él, a su derecha, había una mesa y encima de la mesa algo que no distinguía.

Con las piernas temblando, Rebolledo se levantó y se acercó despacio a aquel hombre que sacudió la cabeza cuando escuchó los pasos. “¿Oiga?” –dijo Rebolledo–, ¿está usted bien?”. El encapuchado murmuró algo con una voz femenina, como si tuviera un trapo metido en la boca. Rebolledo miró de reojo la mesa: había una pistola y un papel. Rebolledo alargó el brazo, tomó la nota y leyó lo que ya sabía que decía: “Esta es la que asesinó a su padre”.
Rebolledo se apartó dos pasos de la mesa y cayó de rodillas, temblando como un cachorro. A su izquierda, retorciéndose en la silla, estaba la etarra que mató a su padre, Ataúlfo Rebolledo Guisasola, un ingeniero de Azpeitia, cuando le llevaba agarrado de la mano camino del colegio una mañana de diciembre de 1982. Más de treinta años después, cada día, al anochecer, Rebolledo todavía podía sentir el tacto de la mano muerta de su padre.
Rebolledo se echó a llorar como un niño durante unos minutos hasta que logró tranquilizarse. se levantó, se acercó a la mesa, agarró la pistola, se acercó a la etarra, le quitó la capucha y la mordaza y la miró a los ojos. La etarra, una mujer enjuta, frisando los sesenta, con el pelo liso recogido en una coleta y la barbilla temblorosa, miró a Rebolledo y a la mano en la que llevaba la pistola
y dijo: “¿Sabías que la biografía de Belén Esteban, Ambiciones y reflexiones, es la número uno en la lista de los libros más vendidos en España?”.

Rebolledo bajó la pantalla del ordenador, salió de su estudio y se derrumbó sobre el sofá. Su mujer le miró con una sonrisa y le dijo: “¿Cómo va
la novela?”. Rebolledo frunció el ceño, se mordió el labio inferior y dijo: “Atascado. No me quito de la cabeza lo de Belén Esteban”.

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