«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Enrique García-Máiquez (Murcia, pero Puerto de Santa María, 1969). Poeta, columnista y ensayista. Sus últimos libros son 'Verbigracia', (2022) poesía completa hasta la fecha; y 'Gracia de Cristo' (2023), un ensayo sobre el sentido del humor de Jesús en los Evangelios
Enrique García-Máiquez (Murcia, pero Puerto de Santa María, 1969). Poeta, columnista y ensayista. Sus últimos libros son 'Verbigracia', (2022) poesía completa hasta la fecha; y 'Gracia de Cristo' (2023), un ensayo sobre el sentido del humor de Jesús en los Evangelios

Rebélense (hasta llegar a la obediencia, incluso)

23 de mayo de 2022

Agotado de actualidad, me pongo a leer La impaciencia del corazón, de Stephan Zweig. Lo primero que encuentro me trae de vuelta a la actualidad. Explica el gran autor vienés: «El servilismo general había adquirido proporciones increíbles gracias al perfeccionamiento de la propaganda». ¿No son esas exactamente esas proporciones increíbles que nos rodean por todas partes? Lo inquietante es el motivo por el que Zweig hace ese diagnóstico. Están a las puertas de la II Guerra Mundial, pero en Viena aseguran que no ocurrirá nada «con los argumentos habituales del habitual disparate de que la nueva generación sabía lo que era la guerra y ya no se lanzaría a una nueva contienda tan improvisadamente como a la anterior». El servilismo general, sin embargo, sería capaz de anular la propia experiencia del pueblo y su sentido común y movilizar las fuerzas de destrucción. El resultado fue el que todos sabemos, y devastó Europa.

Las medidas arbitrarias que ha propiciado la pandemia nos han servido para testar hasta qué extremos ha llegado el servilismo en nuestra sociedad. Estaría muy bien ponernos una vacuna contra una docilidad bovina y tirar de rebeldía contra las normas absurdas o caprichosas del poder. Urge rebelarse, aunque sean micro-rebeldías cotidianas. Podría poner ejemplos, pero, como prácticamente todo lo que no es obligatorio está prohibido, basta que hagan ustedes lo que les parezca mejor para estar contraviniendo alguna normativa. Anímense.

La familia es la célula básica de la rebeldía

Los niños, especialmente. Hace varios meses leí en Twitter a Nacho Raggio enrabietado ante cualquier imagen o noticia de lo que exigían a los niños: «Si tuviera hijos sería bastante complicado no decirles: «Quitaos el bozal. Ni caso a los profesores. Sacaos el nabo en clase y empezad a mear por todas partes. Abrazad a las chicas. Gritad con vuestros amigos. Sed niños»». Comparto el espíritu del programa de Raggio, aunque sin atenerme del todo —menos mal, también soy profesor— a la letra. Jordan B. Peterson ya había llamado la atención contra la moda de asfixiar a los más pequeños con normas de prudencia que los entristecen y apocan. Incluso había dedicado íntegramente una de sus Doce reglas para la vida. La undécima: «No des el rollazo a los niños cuando quieran hacer el salvaje con el monopatín». Es curioso que nuestro último héroe español, Ignacio Echeverría fuese, precisamente, un apasionado del monopatín.

¿Voy contra mi interés como bonus pater familias al proponer la rebeldía de las criaturas? En realidad, la defiendo para todos, incluyendo al buen padre que, con su buenísima mujer, han de velar por que la familia sea un ámbito de independencia frente a los dictados del pensamiento único y contra el expansionismo del Estado, que quiere meterse hasta en el reparto de las tareas del hogar. La familia es la célula básica de la rebeldía.

Y la jerarquía es una fuente perfecta de libertad. El adagio clásico dice que «hominem unius libri timeo», esto es, que temo al hombre de sólo un libro, porque será un fanático de tomo y lomo. Manejar varios tomos (la Biblia, para empezar, son ya 73 libros) multiplica los resquicios de libertad, por donde se cuela el recto juicio del lector, que sopesa y equilibra, sin fundamentalismos. Con más razón aún se podría decir que hemos de temer al hombre de un único código o de un solo orden jurídico. Cuidado con quien obedece a un poder; y mucho más debemos temer al poder que pretenda ser el único. O al que nos dice que tenemos que hacer cualquier cosa «porque lo dice la ley».

La rebeldía más refinada y potente será, pues, la que cumple otra obediencia superior. El ya católico cardenal san John Henry Newman contó en la Carta al duque de Norfolk (1875), que «En caso de verme obligado a hablar de religión en un brindis de sobremesa, brindaré “¡Por el Papa!” con mucho gusto. Pero primero “¡Por la Conciencia!”, y después “¡Por el Papa!”». Con ese tono rebelde, estaba hablando, obsérvese, de obediencias ascendentes y rebeldías en cascada.

En nuestras opiniones y acciones, seamos libres y tradicionalmente ácratas

Argumentaba Newman contra el prejuicio inglés de que los católicos no podían ser buenos patriotas, pues tenían otra obediencia por encima de la del Rey: la debida al Papa. Él dice: «sí», pero todavía hay otra mayor: la debida a la conciencia personal e intransferible. Y, si fuésemos infieles a ésa, no podríamos ser ni medianos súbditos del rey ni mínimos seguidores del Papa. De modo que la mejor forma de obedecer rectamente a uno y a otro es una predisposición a la rebeldía, para actuar conforme a la conciencia.

Hagamos caso del aviso de Zweig, que, para su desgracia, sabía de lo que hablaba, y prevengámonos contra la servidumbre general. Ni positivismo jurídico ni partidismo cerril ni individualismo hermético ni fundamentalismo religioso. Todo y la conciencia. A pesar de tanta retórica propagandística de la revolución y la insumisión, vivimos en una de las épocas más sumisas de la historia. Y eso no lleva a nada bueno. En nuestras opiniones y acciones, seamos libres y tradicionalmente ácratas

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