Vaya por delante que no hablo ni en interés propio ni desde mi propia experiencia: yo me casé veinte días antes de aprobar la última asignatura de mi carrera, de modo que mis dos oposiciones — la de profesor titular en 1995 y la de catedrático en 2017— las preparé compaginando el estudio con el trabajo, y ambos con el cuidado compartido de mis hijos menores. Pero no me cabe duda de que si en lugar de haber abandonado la casa donde nací a los veintidós años lo hubiera hecho a los treinta — que es, según datos de Eurostat, la edad media de emancipación de los jóvenes en España — mi padre taxista y mi madre costurera habrían seguido gustosamente poniéndome tres platos de comida caliente al día y una muda de sábanas limpias a la semana hasta que hubiera concluido con éxito mi formación.
La reflexión viene a cuenta del anuncio hecho público estos días por el ministro Bolaños de la puesta en marcha de un sistema público de becas para que los futuros opositores a jueces o fiscales tengan de qué vivir durante sus largos años de preparación. Previsión aparentemente bienintencionada, pero que deviene difícilmente justificable a la luz de la racanería con la que el Gobierno Sánchez ha venido respondiendo a las exigencias de creación de nuevos juzgados que periódicamente les cursan los tribunales superiores de justicia, y hasta inexplicable a la luz de la simultánea pretensión de incorporar a la carrera judicial a golpe de reforma legislativa a cerca de un millar de interinos sin oposición alguna en la que puedan acreditar su nivel de satisfacción de los criterios constitucionales de mérito y capacidad.
Es cierto que nada cabe oponer a la idea de que el Estado ayude económicamente a los graduados de origen más humilde para que puedan cumplir su sueño de convertirse en jueces o en fiscales. Pero la absoluta indefinición de la propuesta Bolaños — ¿se accederá a estas becas por méritos, o se valorará también la renta familiar? ¿deberán devolver su importe los opositores que no demuestren aprovechamiento?— genera tantas dudas, como perplejidad — y hasta alarma entre las propias asociaciones judiciales— el hecho que ese mismo razonamiento y esas mismas previsiones no se extiendan también a quienes tengan por objetivo vital opositar a notarías, registradores o Cuerpo Diplomático, o a quienes prefieran hacerlo a policía municipal, funcionario de Correos o celador de hospital. Lo que obliga a pensar que tal vez el propósito del Gobierno no sea tanto facilitar el acceso a la función pública de los más humildes como modificar el sustrato social de la judicatura española, percibida desde la izquierda española como asquerosamente clasista y enfermizamente endógama. Estaríamos, pues, ante un intento de transformación social ayuno de todo sustento en la realidad — apenas un 5,9% de los alumnos que han pasado por la Escuela Judicial en los últimos treinta años tiene vinculación familiar con la judicatura, y un 40% son hijos de padres carentes de estudiossuperiores — y a un proyecto encaminado a interferir en la independencia del Poder Judicial desde el prejuicio contra los viejos y hasta contra los nuevos jueces.
Objetivo idéntico al perseguido por la otra medida estrella con la que el Partido Socialista nos ha obsequiado ya en lo que llevamos de año: la de recortar de manera sustancial — «modular», dicen ellos — el alcance y la efectividad de la acusación popular. Una propuesta en virtud de la cual los partidos políticos y las asociaciones o fundaciones vinculadas a ellos, las personas jurídicas o entes públicos de cualquier clase, los jueces y los fiscales tanto a título particular como mediante las asociaciones profesionales que les representan y hasta los ciudadanos que no sean capaces de acreditar de manera concluyente «un vínculo concreto, relevante y suficiente con el interés público tutelado en el proceso penal correspondiente» quedarían privados de la posibilidad de activar el funcionamiento de la justicia; cerrojazo complementado con el — si cabe más riguroso — de restringir la operatividad de la acusación popular en las causas judiciales a la fase de juicio oral y a la formulación inicial de la querella, proscribiéndola en la fase crucial de la instrucción.
Una iniciativa que — de nuevo — sólo desde la más imperdonable miopía podría ser interpretada como un mero tecnicismo procesal, y que tampoco puede explicarse por entero a la luz de los procesos judiciales que a día de hoy agobian al Presidente del Gobierno y a su entorno político y familiar más cercano, sino que resulta reveladora de una muy concreta visión de la sociedad y de su relación con la Justicia. Una perspectiva en la que el accionamiento de, y la comparecencia ante la Justicia resulta ser privilegio exclusivo — amén de la víctima específica del delito — de un Ministerio Público cuya independencia respecto de las directrices del Poder Ejecutivo resulta más que discutible; y en el que a los ciudadanos individualmente considerados, a la sociedad civil espontáneamente vertebrada, a los actores políticos justamente concernidos se les exige que guarden silencio, se crucen de brazos y — a lo sumo — sigan el desarrollo de los procesos judiciales en los que está en juego el interés general desde la pantalla de sus televisores.
¿Reformas judiciales? En efecto. Pero, también, reformas sociales. ¿Encaminadas a asegurar la impunidad del sanchismo? Cierto. Pero, de paso, para alterar de manera sensible, y a la baja, la relación entre los ciudadanos y el poder.