Por ser la ética mi ámbito de investigación principal, he indagado durante años las distintas acepciones del término «honor», cuya comprensión, me parece, es esencial para distinguir el mal del bien y educar la conciencia. Diccionarios ingleses, franceses, alemanes o italianos: me los debo haber leído casi todos. Tras hacerlo descubrí que la definición más acabada y mejor del honor en Occidente está en el Diccionario de la Lengua Española, cuya primera acepción es «cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y uno mismo». Da en la diana el DLE recurriendo a una fórmula que, sin dejar de ser general, capta admirablemente lo nuclear sobre este asunto, que es que la base de la ética no son los derechos, sino los deberes.
Volví a pensar en estas cosas el pasado 12 de junio, cuando asistí, no diré estupefacto —el bicho ya me es bien conocido—, pero sí haciendo acopio de antieméticos, a la rueda de prensa del señor Sánchez. Sobre los nulos escrúpulos de este nefasto personaje ya he tenido más de una ocasión de extenderme en este mismo medio. Uno lo observa ya con interés más bien entomológico, calculando que bien podría pasar a la historia (un tema que, como a todo ególatra, le preocupa) Pedro Sánchez precisamente como la viva imagen del deshonor.
Mientras vemos el cadáver descomponerse en vivo y en directo, convendría preguntarse cómo hemos llegado a esto, y, de paso, cómo hay unos pocos fanáticos que incluso en estas lo jalean. Sánchez se irá —saboreen ese alivio—, o más bien lo echaremos, pero en esta ocasión no es cierto que, muerto el perro, se acabó la rabia: tenemos que tomarnos muy en serio que alguien así, que se comporta como si no debiera nada a nadie, haya alcanzado el puesto político más destacado de esa nación que llamamos España.
Tal vez hayamos acuñado la definición más perfecta del honor; pero llevamos un tiempo descuidándolo. Está, por ejemplo, desaparecido de los planes de estudio. Figúrese el lector que la idea más razonable que pueda concebirse, formar adultos que crean tener deberes, una idea fundacional de la convivencia, apenas se escuche en los institutos. A las edades en las que el carácter se acrisola, no recibe el alumno español ni una noción a este respecto, al menos en la educación pública. En la última de las leyes del ramo, la canallesca LOMLOE, hay 102 menciones a los derechos y 4 a los deberes, y la única de estas en las que no aparece en la general y vacía fórmula «derechos y deberes» es para decir esto: «Todos los alumnos y alumnas [sic] tienen el deber de conocer la Constitución Española y el respectivo Estatuto de Autonomía».
Dicho esto, es injusto e inexacto culpar en exclusiva a la escuela de este o nuestros demás males morales. La cosa empieza en casa, y es evidente que allí también, en general, se están haciendo regular las cosas. Para esto hay muchas causas, que son largas de explicar y aquí no caben; quedémonos pues en los comportamientos. Hijos a los que ni se castiga ni se responsabiliza, a los que se deja vagar libremente por el descampado llamado «interné» en aras de una modernidad inventada, ausencia de normas en defensa de una fluidez que en realidad es capricho y otros desvaríos. Cuando se comenta el resultado de esto, en forma de diversos problemas, no falta un tonto para recordar que siempre nos hemos quejado de los jóvenes, cuando de lo que se trata es de que estamos, tal vez, ante la peor generación de padres de los últimos cincuenta años.
Todo empezó, por supuesto, con tomar la paternidad como un derecho, cuando de un deber se trata. Y la cosa se fastidió sobre todo con lo de «prohibido prohibir» y el resto de las algaradas de mayo del 68, luego trasplantadas a suelo americano. Hubo avances en los sesenta y los setenta fundamentales: en derechos civiles, igualdad entre etnias y sexos, etcétera. Pero también fue entonces cuando letalmente se consideró que los deberes aplastan, que toda obligación sojuzga, la clase de ideas que sólo podían parir unos tipos desquiciados como Foucault, Lyotard, Derrida y compañía. El deber ata, sí, pero no a la pata de la cama; el deber vincula, es decir, enraíza.
Nadie ha contado esto mejor que Simone Weil. Las raíces, dice Weil, surgen de levantar la vista y contemplar el panorama humano, nuestra aventura común, encarnada emocionalmente en nuestros hijos y en los hijos de todos. Weil habla de una «irradiación», de los que «tuvieron plena conciencia del destino eterno». «La noción de obligación» —concluye— «prima sobre la de derecho, que está subordinada a ella y es relativa a ella. Un derecho no es eficaz por sí mismo, sino sólo por la obligación que le corresponde». De esto que evita no pocas depresiones, autolesiones y hasta suicidios, no tienen apenas noticia nuestros menores.
Por olvidar lo anterior hay gente pidiendo que un partido podrido de corrupción se mantenga, un presidente hablándonos de su derecho a equivocarse y diciéndonos, compungido, que a las cinco todavía no había comido. Pero hasta aquí las malas noticias: más allá de la próxima defenestración de Sánchez, también en la amplia perspectiva del honor las hay buenas. Me suelen preguntar, a raíz de lo mucho que he escrito sobre el tema, si es que el honor ya no aplica o ni siquiera se entiende. No es cierto. Llevo tres años hablando en muchos sitios sobre el asunto ante auditorios de muy diversa edad, formación y extracción social, y siempre me ha sucedido lo mismo: no sólo se me entiende perfectamente, sino que por aplastante mayoría recibo adhesiones, es decir, confirmaciones de que el agua moja y el honor es imprescindible para una vida y una sociedad sanas.
«Hacemos hombres sin corazón y esperamos de ellos virtud e iniciativa» —escribe C. S. Lewis en La abolición del hombre— «Nos reímos del honor y nos extrañamos de ver traidores entre nosotros». Nos hemos reído demasiado tiempo del honor; ahora toca conseguir que a muchos se les vuelva a henchir el pecho por asumir sus obligaciones y cumplir sus deberes.