«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Periodista, documentalista, escritor y creativo publicitario.
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Repensar la derecha (I)

29 de octubre de 2023

El Evangelio del sábado pasado debería configurar nuestro modo de hacer y actuar en la vida si de verdad creemos que después nos espera algo que es para siempre. 

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Os digo, pues: a todo el que me confiese delante de los hombres, también el Hijo del Hombre le confesará delante de los ángeles de Dios. Pero el que me niegue ante los hombres, será negado ante los ángeles de Dios» (Lc 12, 8-9).

Y hay muchas formas de negarle. En Occidente somos expertos en hacerlo de una y mil maneras. Cada uno de nosotros es un auténtico profesional en la materia. Y digo esto porque a veces nos empeñamos en pensar una sociedad mejor, un futuro más acorde al corazón humano, una organización social que contribuya más perfectamente al bien común, pero lo pensamos todo sin Él. 

Y resulta que no habrá restauración del orden social sin poner a Cristo en el centro, que es quien ordena y armoniza. El orden no es fruto ni de un proceso azaroso ni de un consenso humano. Tiene un fundamento y cuando se aparta/esconde ese fundamento, todo empieza a desordenarse, como vemos a menudo en nuestra propia vida. 

La historia del mundo, como nos la han intentado vender, no era oscura hasta que, apartando a Cristo del centro, llegó la época de las luces. Lo que algunos llaman la época de la luz no es sino el inicio del ocaso del auténtico esplendor que fue la Cristiandad, la época más luminosa de nuestra historia. Precisamente cuando empezó a resquebrajarse la Cristiandad se dio paso a la oscuridad, donde ya no había fe —la verdadera luz—, ni tampoco una razón sólida, y a eso, curiosamente, hemos aceptado llamarlo Ilustración. 

Toda civilización tiene un principio fundante y un principio disolvente. El principio fundante fue Dios, tanto en la Europa de los bárbaros, cuando los monjes pusieron los cimientos de la Cristiandad, como en la América de los indios, cuando los descubridores españoles pusieron los cimientos de la Hispanidad. Y en ese momento hubo una «transfusión de sangre, cultura y fe» (Antonio Pérez-Mosso dixit) como no la ha habido nunca. Y el principio disolvente fue la ausencia de Dios, el naturalismo, el racionalismo, el liberalismo, en definitiva, la Ilustración. Sustituir a Dios por otros dioses, pues, como dice Scott Hahn parafraseando a Bob Dylan, la religión es inevitable, «a alguien hay que servir».

Y abandonada la religión, se han ido sucediendo hasta nuestros días las aberraciones más espantosas, amparadas incluso por la ley. La revolución, siempre anticristiana, necesita «gente de orden» que la atempere, que atacando una parte, conserve la otra, para que pueda consolidarse y seguir avanzando. Porque asumiendo el marco y el fundamento, y atacando solo unas pocas (o muchas) cosas, es como mejor se consolida una revolución. Así gana aliados que, creyendo luchar contra ella la hacen posible.

Lo que hace falta para restaurar el orden social cristiano no es un poco menos de eso que nos han obligado a comprar, sino mucho de algo diferente. Lo otro es una política de mínimos, de intentar salvar los muebles, pero el final es inevitable si no se cambia de dirección.

Del mismo modo que no puede haber auténtica paz sin Dios (bien lo apuntaba el otro día Ángel Barahona en El Debate), y los últimos siglos, que han sido una carnicería humana, lo atestiguan sobradamente. 

No puede haber un cambio profundo, una transformación verdadera y para bien del orden social sin Dios, por más que algunos pretendan construir una religión secular basada en una «razón compartida» que la mayoría de las veces es una «razón consensuada». 

Sin Dios no hay nada. Fuera de Dios solo hay oscuridad. Y esto no es una opinión. Es una realidad observable y demostrable a lo largo de la historia y en nuestras propias vidas desde que Dios vino al mundo y se hizo hombre, sanando nuestra naturaleza caída y rescatándonos de la muerte. La razón, desprovista de Dios, cojea y en medio de esa oscuridad y creyendo haber alcanzado el culmen del saber, hemos sido y somos capaces de las mayores atrocidades. 

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