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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Cuando España y Portugal se dividieron el mundo

9 de junio de 2017

Estamos en 1494. Todo ha sucedido muy deprisa. Hace apenas dos años que Cristóbal Colón ha descubierto un nuevo mundo al servicio de los Reyes Católicos. Este navegante de orígenes oscuros se había ofrecido antes al rey de Portugal, pero finalmente se hizo a la mar bajo las banderas de Castilla. Su viaje ha sido un éxito. Desde Lisboa, desconfían de las ambiciones de estos castellanos que, apenas un siglo antes, habían sufrido una derrota decisiva ante las tropas del rey Juan I de Portugal en Aljubarrota. Poco más de cien años han tardado en recuperarse esta gente que lleva haciendo la guerra desde siempre. A fuerza de pactos, acuerdos, concordias, cortes, leyes y matrimonios, aragoneses y castellanos han fundado una potencia marítima, militar y diplomática que amenaza la pujanza portuguesa en el Atlántico.

Los Reyes Navegantes llevan cerca de cien años construyendo un imperio. Afianzada la frontera con la vecina Castilla, los reyes de Portugal miran al mar como el territorio natural de la expansión de su reino. El océano puede ser una barrera, pero también un puente. Juan I (1385-1433), vencedor de Castilla, sienta las bases el imperio. En 1415 conquista Ceuta -ahí luce su estatua en el paseo marítimo de la esta ciudad española- e impulsa a su hijo Enrique (1394-1460) a mirar más allá del horizonte.

Al príncipe lo llamarán después “El Navegante”. Es hijo, hermano y tío de reyes. Con él comienza el tiempo de los descubrimientos. Portugal construye barcos capaces de superar la navegación de cabotaje y aventurarse aguas adentro. La historiografía romántica cuenta que Enrique fundó en Sagres una escuela de náutica frecuentada por marinos, astrónomos y cartógrafos y a la que eran bienvenidos judíos, musulmanes y cristianos que buscasen el conocimiento y la ciencia. Algunos dicen hoy que nunca existió o que apenas hubo un refugio para barcos. Sea como fuere, las navegaciones portuguesas están ahí. Enrique el Navegante vive con el rostro vuelto hacia África. En el Algarve, se construyen navíos. Como si fuese una nueva Venecia, los almirantes de Portugal zarpan hacia territorios cada vez más lejanos. En 1425 llegan a Madeira. En 1426, a las Azores. Gil Eanes bordeja el cabo Bojador en 1434. Buscan nuevas rutas comerciales. Quieren llegar a la India, a Cipango, a Catay, a la tierra del Preste Juan. Las navegaciones brindan a los jóvenes la oportunidad de labrarse un futuro como marinos al servicio del rey. Cuando los portugueses comienzan a fabricar carabelas, los descubrimientos se harán imparables. Ahora pueden sortear las corrientes más profundas y aprovechar mejor los vientos. En 1444, Dinis Dias dobla el Cabo Verde y alcanza Guinea. En 1460, estos portugueses han llegado al archipiélago de Cabo Verde y Sierra Leona.

Castilla quiere competir. Aragón es poderoso en el Mediterráneo y compite con Venecia y Génova. Ahora bien, el Atlántico es otra cosa. Los marinos vascos se embarcan en las naves de Castilla. Dominan las rutas hacia Inglaterra, Flandes y el Báltico, pero no pueden competir con Portugal. Las flotas de Lisboa parecen imparables. Además, aún se libran guerras contra los nazaríes de Granada, que anhelan la llegada de nuevas oleadas de ejércitos islámicos desde la vecina África. Los Reyes Católicos quieren darles el golpe de gracia aprovechando sus luchas intestinas. Mientras están librando la última guerra de Granada, Colón emprende su viaje. Sus hombres son una muestra abigarrada y deslumbrante de la diversidad de España. Juan de la Cosa, propietario de la Santa María, es de Santoña. El notario que va con ellos es Rodrigo de Escobedo, segoviano, Han enrolado a dos toneleros y un contramaestre –lo llaman Chachu- de Lequeitio. Juan Martines de Aboque es vasco de Deva. Con ellos va un judío converso: Luis de Torres, que nació como Joseph Ben Halevi Haivri y sabe hebreo y árabe. Las tripulaciones de la Pinta y La Niña cuentan con andaluces, vascos, un portugués de Tavira e italianos de Génova y Calabria. La travesía es un calvario. A Colón están a punto de matarlo cuando Rodrigo de Triana avista tierra. Ellos no lo saben, pero España acaba de cambiar la historia universal. A Portugal le ha nacido un rival de su tamaño.

Así hemos llegado a este 7 de junio de 1494 en Tordesillas. Los dos reinos peninsulares han pedido la intervención del Papa. Están aquí para firmar un documento que dividirá el mundo entre portugueses y españoles. La pena por infringirlo es la excomunión. Ustedes deben imaginar las dos comitivas de diplomáticos y expertos que vienen a formalizar un acuerdo internacional para sus reyes. El rey de Portugal tiene espías desplegados entre los españoles y, gracias a un velocísimo sistema de correos a caballo, se ha ido anticipando a los españoles durante las negociaciones. Me resulta difícil imaginar que éstos no hiciesen otro tanto. Los dos reinos desconfían, se han hecho la guerra, pero ahora saben que deben alcanzar un acuerdo.

Menéndez Pidal vio en el compromiso de Tordesillas el primer tratado internacional de la historia moderno. Me gusta imaginar a esos hombres del Otoño de la Edad Media y el primer Renacimiento cuya cosmovisión cabalga entre dos siglos. Confían en sí mismos y en sus posibilidades. Admiran la ciencia y el coraje. Valoran las armas y las letras. Saben que sin arrojo ni ciencia es imposible construir nada que perdure. Unos llegarán a la India -descubrámonos ante el formidable Vasco de Gama- y otros conquistarán México y el Perú. Creen en la providencia, la valentía y la cartografía. En este 7 de junio de 1494 la modernidad está naciendo en este pueblo cuyo nombre queda escrito para siempre en la historia.

Por eso, cuando se cumple en estos días los 523 años del Tratado de Tordesillas, aprovechen para recordar de dónde viene Occidente y cómo fueron los hombres y mujeres que lo forjaron. Ahí están la reina de Castilla y los reyes de Aragón y Portugal, los almirantes, los cartógrafos y los pilotos para quienes quieran verlos. Un poeta coetáneo, Juan del Enzina (1468-1529) escribió un villancico que resume el espíritu de una época: “Todos los bienes del mundo/ pasan presto y su memoria/ salvo la fama y la gloria”. El heroísmo, la razón, la confianza y la fe construyeron, desde la Antigüedad, una civilización que hundía sus raíces en Grecia, Roma y Jerusalén y a cuya sombra seguimos viviendo.

P.S. Uno tiende a pensar, como el gran Jorge Manrique -otro español del Otoño de la Edad Media- que cualquier tiempo pasado fue mejor. Sin embargo, hay héroes de hoy como Ignacio Echeverría, que sacrificó su vida para salvar a otros durante el atentado terrorista de Londres la semana pasada. El Talmud enseña que quien salva una vida salva el mundo entero. En un pasaje del Evangelio de Mateo (16: 25), Jesús dice que “el que quiera salvar su vida la perderá, pero quien pierda su vida por mí la encontrará”. Creo que cualquiera de esos navegantes, que cruzaron océanos llevando el nombre de Cristo en los labios, se hubiese sentido orgulloso de contar entre sus hombres con Ignacio Echeverría.

Esta columna eleva hoy una oración por su alma.

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