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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

La I Gran Corrida de la Cultura

18 de junio de 2017

Madrid, 17 de junio a las 19:00. Monumental de las Ventas y 40 grados a la sombra. Se están agotando las almohadillas porque, al sol, los asientos permiten hacer carnes a la piedra. No hay billetes. Es la I Gran Corrida de la Cultura, que ha reunido en el coso madrileño al diestro de La Puebla del Río, a Cayetano y al triunfador de San Isidro, el joven matador de Jerez de la Frontera Ginés Marín. Aquí nos hemos dado cita hoy más de veinte mil taurinos que creemos, como Morante y tantísimos otros, que la tauromaquia es cultura y que, como tal, debe ser preservada y difundida. Ahí está el ministro Méndez de Vigo para respaldarlo. Yo, que empecé a ir a los toros siendo muy pequeño, sonrío pensando en mi padre, humanista y aficionado. Comienza a sonar “España Cañí”. Paso las siguientes dos horas contemplando.

La corrida tuvo de todo y la tarde terminó con la tristeza de conocer la cogida de Fandiño, uno de los toreros más valientes que yo haya visto. Mientras en Francia se desarrollaban los acontecimientos que concluirían con la fatal cogida del torero vasco, en Madrid la plaza esperaba el regreso de Morante, celebraba el de Cayetano y esperaba lo mejor de Ginés Marín, que abrió la Puerta Grande en San Isidro. Los toros de Núñez del Cuvillo salieron algo desiguales. Quizás esto malogró alguna faena que prometía. A Morante, de verde botella y oro, le tocó el peor lote. Aun así, firmó sendas verónicas por toro y un par de delantales en el cuarto con mucho gusto. Cayetano, reluciente de tabaco y oro, toreó con decisión -y esto es mucho- pero no aprovechó todo lo que el segundo le ofrecía. De todos modos, en el quinto, se hincó de rodillas y ofreció al público una tanda estupenda. Por desgracia, al Cuvillo le faltó el resuello pronto y así quedó la cosa. Ginés Marín ganó el favor del público con la faena de Sinvaina, un tercer toro de 595 kilos al que lidió con tandas de seis muletazos y remates preciosos. Falló al final por tres pinchazos lamentables, pero dio la vuelta al ruedo. El sexto ya no fue lo mismo, pero brindó unas tandas deliciosas por las que mereció saludar desde los medios.

Al final de la tarde, supimos lo de Fandiño. Salíamos de la I Gran Corrida de la Cultura y la vida nos recordaba el verdadero sentido de la fiesta y, con ella, su misterioso significado. España y la Hispanidad son muy desconcertantes. Recuerdo al Julián Marías de “Ensayos de convivencia” y su maravilloso análisis del verbo “desvivirse”. Vamos a los toros sabiendo que esa tarde alguien va a morir -el toro o el torero- y guardamos silencio cuando la muerte está llegando a la arena. Ese silencio que se cierne de repente sobre los tendidos es difícil de describir si no se ha oído. Aquí se convoca a la muerte cada tarde. Y la llamamos así, “fiesta”, como el sustantivo que empleamos para una verbena o un cumpleaños. En la tauromaquia, la vida y la muerte van de la mano en un ritual premoderno que nos recuerda algunas de las verdades que la modernidad intenta hacernos olvidar. En la plaza se muere, pero esa muerte está ritualizada y, de este modo, adquiere un significado que la diferencia de otras. Luego dirán que los toros no son cultura.

Esta I Gran Corrida de la Cultura se anunciaba con un cartel de Joserra Lozano que imitaba a la portada del Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band con los grandes matadores, los ganaderos y los toros del último siglo. No me parece mal la innovación. Al final, también el cartel -como la crítica y, en fin, el toreo- ha ido cambiando a lo largo del tiempo, manteniendo, sin embargo, el sentido profundo de una lucha entre la inteligencia y la fuerza donde está en juego la vida. Ahí está Fandiño, muerto solo once meses después de Víctor Barrio. También Paquirri y Yiyo murieron con ese tiempo de diferencia. Como Lorenzo, Burlero y Avispado, el nombre de

Provechito figurará en los anales de la tauromaquia y los taurinos lo recordaremos como quien evoca un navío de guerra o un huracán. También esa memoria de faenas inolvidables y muertes en la plaza es cultura. Ahí está el “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías”, cuya biografía deslumbrante escribió Andrés Amorós.

Juncal, el torero sevillano con sangre murciana en las venas que Paco Rabal encarnó en los 90, decía que “el mundo está rendido al servicio de ese arte que usted no cata. Rendido a sus pies. […] Todo gira en el mundo alrededor de los toros. Los músicos existen para inventar pasodobles toreros. Los poetas, para cantar a los toreros. Los médicos, para curar a los toreros. Los arquitectos para construir plazas de toros. Los pintores para pintar toreros y las mujeres para querer a los toreros”. Por supuesto, Juncal sufriría hoy la censura y el rechazo de innumerables colectivos, pero describe algo que a menudo olvidamos. El arte verdadero -el que nos sitúa ante el Bien, la Verdad y la Belleza- tiene, a veces, ese fondo oscuro de las Pinturas Negras que parecen llamar a la Parca. El arte no debería servirnos para apartarnos de las verdades de la vida -la vida, la muerte, el amor, el dolor, la amistad y la soledad, por ejemplo- sino para ayudarnos a mirarlas cara a cara, como miramos el Misterio de la Cruz en el Cristo de Velázquez o en el paso del Cachorro por Sevilla.

Así, la tauromaquia nos recuerda, en un tiempo de ocultación de la muerte y huida del dolor, que vivir es desvivirse -por el arte, por amor, por la libertad o por el prójimo- y que, quien no se desvive, en realidad, no vive en absoluto. Hay otra expresión en español que me inquieta: “jugarse la vida”, es decir, apostarla como se hace en un juego, arriesgarla por algo que se entiende superior, lo entiendan o no los otros. Si el poeta hace arte con sus versos o el músico con sus sinfonías, el torero aspira a hacerlo cada tarde en la faena a riesgo de su vida.

Uno debería recordar estas cosas cuando el toro entra veloz en la plaza y se encara con la cuadrilla como preguntando a quién tiene que matar primero. En torno a este misterio de vida y muerte, ha ido creciendo y desarrollándose nuestra cultura desde hace ya siglos. La geometría del toro y el torero – a los que Ortega consideraba un “grupo de transformación”- sigue interpelando a poetas, pintores, escultores y fotógrafos. En la corrida de ayer, me alegró sobremanera ver a muchos jóvenes. Iban en grupo o en pareja. Uno de ellos -veintipocos años, camisa celeste por fuera del pantalón, sobrerito de paja, náuticos sin calcetines- soltó la mano de una chica morena de ojos negros para acercarse a saludar a un taurino mayor. Le dijo sonriente: “buenas tardes, maestro, es un placer saludarlo y compartir con usted esta tarde de toros”. Cuando escuché el tratamiento de respeto y distancia, estuve a punto de sacarlo a hombros yo mismo. También es cultura saber cómo se dirige uno a un desconocido a quien debe cierta cortesía. Emplear el “usted” hoy es como ser “punkie” en los setenta. En los toros, se sigue utilizando con frecuencia.

Espero que esta I Gran Corrida de la Cultura venga seguida por muchas más con la plaza a rebosar llena de gente joven. Hace muchos años, César Palacios me regaló un dibujo de tres toros que abrevan. Lo tengo en mi despacho. Uno de ellos mira al espectador como el que cantó Miguel Hernández –“alza, toro de España”- y es, a la vez, aterrador y fascinante. Quizás, al final, el aficionado sea alguien que no ha podido apartar la vista de esa mirada que se cruzan el toro y el torero.

Elevemos una oración por el alma de Iván Fandiño y por su familia.

Ricardo Ruiz de la Serna

 

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