Idoia lópez Riaño (San Sebastían, 1964), alias “la Tigresa” ha salido de prisión esta semana. Su historia demuestra que una decisión puede ser legal y -al mismo tiempo- profundamente injusta.
La Tigresa entró en ETA en 1984. Desde entonces, se dedicó a matar. Entre sus crímenes, está el atentado de la Plaza de la República Dominicana de Madrid el 14 de julio de 1986. Los terroristas mataron a 12 guardias civiles que estudiaban en la escuela de tráfico. Hirieron a otras 82 persona. Para recordar lo que fueron aquellos años, a esas alturas de 1986 ETA ya había asesinado a 24 personas aquel año. A 18 de ellas las había matado en la capital de España. En la plaza de la República Dominicana, los etarras colocaron un coche bomba cargado con 35 kilos de Goma-2 y metralla. Lo hicieron estallar al paso del convoy que transportaba a los agentes. Eso sucedía en España aquellos años. Cuando hablamos de memoria histórica, deberíamos recordar también estas cosas. Cuando alguien se atreve a decir que un etarra es un hombre de paz, deberíamos sacar las fotos de aquel día o de otros. Por desgracia, la historia de España ha sufrido muchos días de luto, de dolor y rabia por lo que hacían estos desalmados a los que ahora se libera.
A Idoia López Riaño la condenaron a penas de prisión en España y en Francia. En nuestro país, se le impusieron condenas que sumaban más de 1.500 años de prisión -quince siglos- de los cuales ha cumplido efectivamente 23. Ha cumplido un año por cada persona que mató.
He aquí la tragedia y la verdadera impunidad de los crímenes de ETA. Sí, la Tigresa cumplió una condena, pero, desde luego, no ha pagado lo suficiente por el sufrimiento que sembró. Si cuando se abona un precio excesivamente bajo por un bien se lo llama “precio vil”, esta asesina ha saldado su deuda mediante un “precio vil” que solo demuestra qué injusta pueden ser las leyes.
Ahora esta terrorista se ha recluido en un chalé de Rentería. Acogida a la llamada “vía Nanclares”, se ha casado por segunda vez y emprende una nueva vida en un País Vasco cuyo nombre mancilló toda su vida. Mientras estaba en prisión, pudo salir a la calle para sacarse el carné de conducir. En una carta que escribió al juez Grande-Marlaska le decía “Me metí en ETA muy joven, llena de ideas románticas e idealistas y los que me captaron supieron enseguida cómo hacerme elegir: “prefieres salvar a unas pocas personas como bombero o a todo un pueblo; necesitamos chavales entregados como tú “”. Leyendo estas líneas, uno parece que, en lugar de dedicarse a asesinar personas, hubiese cometido alguna falta menor llevada por las malas compañías.
La paradoja de la sociedad española es que conocemos mucho las vidas de los terroristas -sus apodos, sus delitos- y muy poco de sus víctimas. Apenas se recuerdan en el discurso público algunos nombres; la mayor parte de ellos políticos, periodistas, fiscales o magistrados. Creo -y me gustaría mucho equivocarme- que muy pocos se acuerdan de los nombres de los guardias civiles, los policías nacionales o los militares asesinados en aquellas décadas de los 70 y los 80. Me temo que, a los de antes, sufren el mismo olvido.
Al dolor del olvido, se suman la ignominia del blanqueo, la equiparación de las víctimas y los victimarios, los olvidos selectivos, las mentiras… Todo este sufrimiento no debería conducir a un relato en que el la Tigresa sea la víctima de un error de juventud que ha logrado reconducir
su vida, ha pedido perdón y ha encontrado el amor en la madurez de su vida. La humillación es mayor cuando se acusa a las víctimas de buscar venganza, perpetuar el rencor y ser poco generosas.
El pasado mes de febrero Uxue Barkos, presidenta del Gobierno de Navarra, señaló que “hay miembros de ETA que, con la ley de víctimas del terrorismo en la mano, son víctimas del terrorismo”. Así estamos en la España de hoy: el terrorista puede ser tenido por víctima. Hasta aquí llega la confusión moral de nuestro tiempo. Quizás habría que pensar que quien ha pertenecido a una organización terrorista no debería tener, precisamente por disposición legal, la consideración de víctima del terrorismo.
Sobre estas injusticias es imposible construir nada que perdure ni valga la pena. Se exige a las víctimas no solo que perdonen, sino que cierren los ojos y callen ante desafueros que conmueven cualquier conciencia rectamente formada. El sistema educativo sigue en manos de nacionalistas que han venido alentando durante décadas el odio a España mientras tergiversaban la historia.
La libertad de la Tigresa es un paso más en este camino de olvido y tristeza que se está jalonando a fuerza de excarcelaciones, mentiras y silencios que solo rompen las voces de las víctimas, que resuenan en una soledad más elocuente que cualquier discurso. La reciente muerte de Fernando Altuna fue una ocasión de reflexionar sobre el triste destino de quienes han hablado cuando todos trataban de callarlas ahogando sus palabras en ruido. La cuenta de COVITE-Colectivo de Víctimas del Terrorismo suele tuitear las efemérides de los atentados de ETA la Asociación Dignidad y Justicia litiga en España y Argentina para que ETA sea juzgada por crímenes contra la humanidad. Iñaki Arteta ha dedicado su obra cinematográfica a contar la historia de las víctimas. Es pavoroso percatarse de cuánto ha olvidado España.
Mientras tanto, La Tigresa descansa en un chalé de Rentería.