Sorprende la unanimidad con la que se desprecia éticamente a Rubiales. «Menudo gañán», repiten. Muchos que le critican no han demostrado ser mucho mejores que él. Ni siquiera algo mejores. Rubiales es un estándar ético y estético de la España actual y, sin embargo, en su reacción contra las acusaciones ha habido algo distinto y excepcional. Su forma de aferrarse al cargo gritando «¡No voy a dimitir! ¡No voy a dimitir! ¡No voy a dimitir!» simboliza el amor al momio del dirigente español de estos años, lo lleva a un nivel de performance, casi artístico, pero a la vez anuncia algo, otra cosa, una forma de ruptura cuando se atreve a denunciar lo que él llama el «falso feminismo», ideología o religión de Estado.
En Rubiales algo antiguo llega al paroxismo y algo nuevo, una ruptura, se anuncia. En su rostro de actor porno que ha pasado del gemido al logos toma forma un conflicto.
Y sin embargo, lo relevante aquí no es él sino lo que tiene enfrente: Lo Otro.
Lo Otro es algo asombroso.
En 2015, las futbolistas de la selección femenina firmaron una carta pidiendo el cese del seleccionador de entonces, Ignacio Quereda. No había nada sexual, sino una queja profesional. No entrenaba suficiente, no daba táctica, tenía «métodos arcaicos» y les llamaba «chavalitas». Las 23 lo firmaron, pedían cambio, «quedaban puertas por abrir» y Quereda dimitió. Le sustituyó Vilda, el actual, que tampoco contentó del todo al grupo. Quince de ellas, Las 15, firmaron otra carta criticando los métodos del entrenador: o cambiaban las cosas o ellas no volverían a la Selección.
Con Vilda ahora han ganado el Mundial, pero llega el asunto Rubiales y en defensa de Jenni Hermoso firman un nuevo comunicado, otras 23, en el que piden «cambios estructurales reales». De nuevo el ultimátum: o hay cambios o no jugarán con España. Dos seleccionadores y un presidente federativo han resultado inadecuados.
En el último comunicado van más allá. Piden «acciones contundentes a los poderes públicos», que no queden «impunes» estas actitudes. Como colectivo abajofirmante (esto lo hacen los intelectuales orgánicos) tiran por elevación, pero ¿quién ha de dejar o no impune una actitud? ¿Qué son los «poderes públicos»?
A Jenni Hermoso y sus compañeras las están apoyando los medios de comunicación, se han manifestado a favor grandes empresas y el Gobierno por boca de presidente, ministros, secretarios de Estado… El coro de Nabucco del establishment apoya esta causa pero no la radica en el juzgado, sino en el gobierno. Y sorprende la facilidad con la que se pide la actuación del poder contra un ciudadano. Es verdad que el Ejecutivo tiene la facultad de mover la silla de Rubiales, pero se pide castigo, pena, escarmiento. ¿Qué sistema es este en el que el gobierno y una mayoría social la emprende contra un ciudadano? ¿Y qué furia anima ese movimiento? Al pedirse su depuración, el machista-anacrónico despierta una ira que no despierta ni el descuartizador, ni el terrorista, ni el violador.
Si la Ley está de su lado, si hay realmente una agresión sexual, tienen los juzgados para actuar. Pero se activa otra cosa, una coalición de medios, empresas y poderes públicos, el monstruo de tres cabezas de esta ideología que cargado de razón contracultural puede con cualquiera.
Lo de Rubiales es continuación del juicio de La Manada, o del culebrón televisivo de Rociito. Incluso, en cierto modo, del caso de los chicos del colegio mayor. En estas ordalías (aunque es posible que en esos juicios medievales hubiera más seguridad jurídica) se fueron extendiendo conceptos como el yo sí te creo, la violencia vicaria o por persona interpuesta, la cancelación oficial sin sentencia condenatoria, o la extensión de la agresión sexual a territorios informales y fronterizos como una celebración deportiva o rituales universitarios. No parece casual que los guardias civiles de la Manada, Antonio David o el mismo Rubiales sean machos meridionales, machirulos andaluces.
Esto no son simples escándalos o serpientes de verano. Los conceptos se van extendiendo, calan en la población y para muchos, el mero hecho de que Rubiales conteste ya es inaceptable. No conciben su defensa, la contradicción, la presunción de inocencia, o cualquier cuestionamiento de la ambivalente versión de la proclamada víctima («Me sentí víctima»).
Este conjunto gubernamental-mediático-corporativo que patrocina a las simpáticas chicas del fútbol encarna lo peor del Régimen del 78 y lo nuevo del próximo en el que degenera. Sorprende, por ejemplo, el énfasis con el que los voceros de este Monstruo de Feminismo IBEX-Estatal atacan a quienes muestran alguna lealtad con Rubiales. Sus hijas, sus empleados. La traición está en la entraña moral misma de ese monstruo de tres cabezas, en su fibra más íntima, en las entretelas del 78 y la simple supervivencia de rasgos de lealtad es subversiva e irritante porque revela un juicio personal, cierta libertad y una básica rebeldía, equivocada o no.
Ese monstruo de tres cabezas, Lo Otro que lucha contra Rubiales, es lo auténticamente interesante. Ruge y echa feminismo por la boca. No falso feminismo. El feminismo a secas. Una ideología elevada a religión estatal que resulta utilísima al poder. No solo sirve de cortina de humo, además sostiene electoral e ideológicamente a partidos como el PSOE. Millones de mujeres caerán, como zombis sin remedio, en esta forma de pensar.
El feminismo sirve a la vez de pegamento para la alianza entre la izquierda y el separatismo. Crea el marco que ni el PP discute. Es también un velo, un envoltorio con el que se disimula, convertido en causa común, el gran pacto de la plurinacionalidad. ¿Qué une a Bildu, al PSOE, a ERC o incluso al mismo PP? ¡La lucha contra el patriarcado! El enemigo común (enemigo así fantasmal, invisible, eternizado): el machismo, las viejas formas. El malo del cine español de los últimos 50 años. El tío del saco. El malo de los sueños. Freddy Krueger interpretado por José Mota. El casticismo que no pasó el filtro de los vídeos de Tangana o los anuncios de Cruzcampo.
Todos sabemos de qué estamos hablando y lo que van a sustituir. ¿No coincide esta heterosexualidad masculina meridional, castiza, innegablemente tosca, la base posible de la España no-histórica que se supeditará a las plurinaciones históricas que, como dijo Feijoo del «pueblo gallego», «se remontan a la noche de los tiempos»?
El feminismo está siendo el berbiquí del separatismo en España. El engendro posetarra y pospujolista se disfraza de señorita: moderna, tatuada, maciza sin concesiones al patriarcado, LGTBI, revolucionaria, «igual y futura»… Los aliados lo son realmente: el feminismo es lo que liga la salsa entre el PSOE, Sumar y los separatistas. Es intrínsecamente antiespañol y antinacional.
Mientras va haciendo, ese feminismo, que es truco, envoltorio, incluso Macguffin (zanahoria que nos lleva mientras pasan las cosas interesantes), no resulta inocuo. Como demuestra la evolución de los comunicados de las jugadoras: va más allá de lo sexual. Se sexualiza todo. La agresión sexual amenaza cualquier forma de relación hombre-mujer, pero al final parece haber algo más importante al fondo. Se atacan formas, actitudes, tipos humanos, viejos principios, jerarquías. Se hacen trajes a medida. Vale para Trump pero no para Bill Clinton ni Hunter Biden. Hay algo revolucionario a un nivel subterráneo, corrosivo y discrecional. Algo que adopta el poder, un instrumento. El feminismo es una degeneración mortal para la democracia o una delirante y sovietizante conformación neuronal para una dictadura (como diría un genio prisaico: de facto lo somos, ¡no protestes!). Divide casi celularmente, rompe el cigoto social (su abortismo es sistemático, incansable), parte por la mitad las formas orgánicas posibles de reacción al Estado y da el poder a los demagogos, a los financieros, y al gobierno. Los tres representantes machos del monstruo de tres cabezas. Cuando las chicas, las dulces chicas deportivas empoderadas ya en el opio del tiquitaca piden escarmientos extrajudiciales a los poderes públicos (¡el poder no les llama chavalitas!) se está culminando lo más terrible: ¡el matrimonio o el encamamiento entre el Estado y las mujeres, la Autoridad y las máquinas-de-discutir! ¡Qué espantoso infierno!