Nuestra integración en Europa avanza a paso firme. Las calles arden esplendorosas —como las de cualquier suburbio francés— en tributo al proyecto multicultural, que tantos insensatos compraron sobre plano y después se lamentan cuando ven el mamotreto construido. Las turbas queman Salt en honor del imán local mientras Sánchez sigue de gira por el continente al son de los tambores de guerra que toca doña Úrsula, a la que promete un cheque en blanco. La homologación es plena: disturbios identitarios en casa y sumisión fuera, que no hay mejor definición del proyecto bruselense.
Al fin podemos desterrar el Spain is different de Fraga. Los disturbios en Salt nos acercan a la modernidad, al verdadero corazón de Europa. Salt lo tiene todo. Su demografía es el retrato de una época, la rendición de una civilización. Es el pueblo español con más bebés nacidos de padres extranjeros, cerca de un 80 por ciento, y una población de la que casi la mitad no es española. Como en tantos lugares de Cataluña, la corriente musulmana dominante es la salafista, la más radical de todas.
De ahí que los fieles montaran el cólera cuando su imán, de origen subsahariano, trató de entrar en la casa de la que había sido desalojado por ocuparla desde hacía cinco años. Jamás pagó el alquiler. Lo que vino después es el guion tantas veces repetido en Marsella, París o Birmingham. Ataques a la policía, asalto a la comisaría, mobiliario urbano destrozado y la violencia que se extiende a ciudades cercanas. Todo eso ocurre mientras los grandes medios de comunicación, coches escoba del poder, presentan los hechos como un conflicto inmobiliario que se ha ido de las manos.
Ni siquiera ha sido tal. El ayuntamiento gobernado por ERC ha concedido una nueva casa al imán y su familia, aunque incumpliesen los criterios para acceder a una vivienda social. Los de fuera, primero, otro dogma de nuestro tiempo. La justificación del alcalde («para no alimentar a la extrema derecha») es prodigiosa y ayuda a entender lo que sucede en otras latitudes.
A menudo nos preguntamos por qué Le Pen no está aún en el Elíseo. Sí, el sistema a doble vuelta le penaliza. Pero hay algo más: después de cada atentado yihadista proliferan las campañas de demonización del denunciante. La prensa amnistía al verdugo, silencia a la víctima y culpabiliza el racismo estructural de quien levanta la voz. Hay un maltrato psicológico hacia la población autóctona, a la que se le niega el derecho a quejarse y muy pronto el de existir. A ser.
El verano pasado ocurrió en Southport, al norte de Inglaterra, donde un terrorista islamista de 17 años de padres ruandeses mató a puñaladas a tres niñas que participaban en una clase de baile. Los vecinos protestaron contra los centros de refugiados en la ciudad y enseguida sintieron en sus carnes la ira de los british mass media y de la policía que detenía a la gente en la puerta de casa por emitir opiniones políticamente incorrectas en redes sociales. Y aunque hay mártires encarcelados como Tommy Robinson, el objetivo no es sólo acabar con él o cualquier otro líder patriota, sino silenciar a los millones de occidentales que no se resignan a ser pisoteados.
Es verdad que las llamas que iluminan las noches catalanas tienen algo de justicia poética. Pujol sustituyó la inmigración hispanoamericana por la magrebí creyendo que se integraría mejor porque, al no hablar español, abrazaría el catalán y la cultura regional. La realidad, sin embargo, es que el racismo de la burguesía catalana ha logrado que Salt no sea España, pero tampoco Cataluña, donde el ramadán gana terreno a los castells.
Quienes han construido este desorden posmoderno donde los puntos violeta y semáforos con falda comparten espacio con la mutilación genital femenina y los matrimonios forzosos, comprobarán que en su experimento no caben todos. Adivinen quién caerá como un castillo de naipes.