En Francia, el ciudadano Presidente es más que un Rey y los ex presidentes de la República son una suerte de estatuas animadas del louvre político galo cuyos nombres almenan la historia y bautizan liceos y aeropuertos. Pero la ley es igual para todos. Allí, sí. A Nicolás Sarkozy le sonó el timbre de su casa a seis de la mañana y no era el lechero de Churchill que venía a dejarle el pedido. Era el Espíritu de las Leyes, de Montesquieu, que es donde, de verdad, nace la democracia moderna, y no en la guillotina de Pablo Iglesias y sus jacobinos bolivarianos. El Espíritu de las Leyes, sin cuya división e independencia de poderes la democracia es una flor retórica envuelta en una proclama y una broma adosada a una urna. Y en Francia, las proclamas se las guardan para el 14 de julio y las bromas se las gastan a los belgas y a los españoles.
Al ex presidente de la República, Nicolás Sarkozy, se le presentó la Policía Judicial en casa para llevarle a declarar por un caso de tráfico de influencias y violación de secreto de instrucción, sin que nigún magistrado del Poder Judicial galo haya utilizado la toga para darle a la ley una larga cambiada, como hizo Bacigalupo para evitar estigmatizar a Felipe González en los banquillos de los tribunales, allá por la prehistoria de esta democracia nuestra separada de Francia por los Pirineos y de Montesquieu por el castizo «vivan las caenas».
En Francia reina el Espíritu de las Leyes, aquí los borbones. Allí, si ha lugar, los jueces y la policía investigan a los presidentes de la República, durante y después de sus reinados en el palacio del Eliseo. Aquí, la Fiscalía se transforma en la guardia pretoriana de una Infanta enamorada que firmaba documentos empresariales y fiscales sin mirar, porque solo tenía ojos para su marido, y gastaba con el desparpajo de una adolescente mimada sin preguntarse de dónde salía el dinero para pagar la luz y las mucamas de Pedralbes. En Francia, cuando los presidentes se enriquecen con los diamantes de un caníbal africano o trafican con influencias les va abuscar el Poder Judicial. Aquí, cuando un periodista denuncia el sorprendente e inexplicado enriquecimiento del presidente de «un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme», el que acaba sentado en el banquillo de los acusados es el periodista mientras los poderes del Estado le hacen la ola al nuevo rico sin tomarse la molestia, como la infanta enamorada, de preguntarse de dónde ha salido tánto dinero y tánto purasangre.