Seis años y un día después de que parte de los españoles que, desde la misma redacción de la Constitución de 1978, más prebendas han recibido de su odiado Estado, comenzando por la mera posibilidad de su existencia legal, incomprensible si nos abstraemos de las condiciones geoestratégicas en las que fue redactada la Carta Magna, los principales protagonistas del golpe de Estado perpetrado en Cataluña, reiteran su deseo de volverlo a dar. Extendido como una metástasis política a todo el cuerpo de la nación, el golpismo catalanista goza de excelente salud después de comprobar que desde Europa nadie se va a inmiscuir en los problemas que pueda padecer uno de esos sureños PIGS, de los que estos facciosos supremacistas tratan de desmarcarse desde hace más de un siglo por la vía de la frenología, del vínculo carolingio o abrazándose al pasado que el reinado de un europeo como Felipe V transformó, ofreciendo las condiciones ideales para el despegue económico de Cataluña.
Como es sabido, la extensión del proceso originado en Cataluña a toda la nación sólo ha sido posible por la combinación de las medrosas medidas del Gobierno de Rajoy a quien, transmutado en un bolso, sucedió Pedro Sánchez tras una moción de censura perfectamente orquestada que colocó al apuesto doctor en la cúspide de un poder del que no pretende apearse. Aunque para ello haya de cometer una innumerable serie de tropelías políticas que los suyos admiten tanto como el común, ese mayoritario y manso colectivo de españoles que asumen con naturalidad cada una de las felonías y mentiras que perpetra Sánchez. La alternativa, dicen, es el acceso al poder de una extrema derecha que vendría a arrasarlo todo, comenzando por los derechos de las mujeres…
En estas circunstancias, el mantenimiento en el poder de Pedro Sánchez pasa, así lo sostienen los golpistas de los que depende, por aprobar una Ley de amnistía y aceptar un referéndum de autodeterminación que, de celebrarse, y al margen de lo que saliera de unas urnas vigiladas por observadores internacionales que ofrecerían de España la imagen de una república —coronada, pues ¿no dijo ZP que teníamos un rey bastante republicano?—- bananera, significaría, de facto, el reconocimiento de la soberanía de Cataluña.
Ocurre, sin embargo, que más allá de las ambiciones de Sánchez, el PSOE siempre estuvo fascinado por un Estado federal cuyas piezas tenían una inequívoca y, por lo tanto, una reaccionaria impronta etnolingüística que conectaba con algunos episodios de la mitificada II República (española) y con el proyecto Galeuscat, tan similar a la alianza que mantienen los partidos secesionistas de las regiones que conforman el acrónimo. El término federal atraviesa todo el texto aprobado por el Comité Federal el 21 de marzo 1998, en el que se manifiesta un expreso rechazo a la estructura confederal: «No aceptamos referencias medievales ni cuestionamientos de la soberanía popular que den lugar a propuestas inconstitucionales como las referencias confederales, autodeterministas y otras semejantes».
Un cuarto de siglo después, un oportuno cambio de opinión respaldado por una tupida red de propagandistas y paniaguados a sueldo sitúa a España ante una estructura confederal que para las sectas secesionistas no es sino la antesala de la cristalización de nuevas naciones con las que podremos, o no, encontrarnos en la muy austracista, visite el turista su catedral, Bruselas.