Decía Lola Flores —franquista y antifranquista todo a la vez, según demuestra la hemeroteca y afirma su nieta progre Alba— cuando su hija no se podía casar por la cantidad de fans que se habían acercado a la iglesia a mirar que «si me queréis, irse». Yo no tengo tantos fans como La Faraona, evidentemente, pero sí tengo la suficiente gente dispuesta a contarme en Twitter cosas que no me interesan nada como para molestarme bastante.
Sin contar con el odio recibido tras las uvas de Ferraz, que disfruto bastante, y más si tiene posibilidades de tener reproche penal, últimamente me han pasado cosas como que he bromeado con el catalán diciendo que me parece un idioma de tacaños porque un hombre no le puede decir a una mujer de la que está enamorado «t’estimo» en vez de «te quiero». Independientemente de que yo encuentre el catalán un idioma feísimo y que suena como si se hablara a escupitajos, estoy encantada de que a los catalanoparlantes les apasione. A mí me chifla oír hablar gallego —aunque hay muy poca gente ya que sepa hablarlo y no recurra a esa cosa inventada que chapurrean Alberto Núñez Feijoo o Yolanda Díaz— porque me recuerda a algunas de las personas que más he querido en mi vida, independientemente de que el acento en general no sea una preciosidad. Bueno, pues ha habido gente que se ha empeñado en darme en mi tl —en mi propio perfil, para entendernos— clase de etimología del catalán. Como no me atrae en absoluto y además no aguanto a la gente incapaz de entender la ironía, me he dedicado a bloquearlos. Que esa sí es una de mis pasiones. Bloquear todo lo que no me divierte o me molesta.
Además, no recuerdo si el mismo día o al siguiente, me atreví a decir que organizar un Premio de Fórmula 1 en Madrid cuando los propios madrileños sin coches híbridos o eléctricos ya no pueden circular por casi ningún punto de su ciudad, me parecía una absoluta tomadura de pelo. A continuación, Ayusers y Almeiders explicándome la normativa de huella de carbono de los coches de carreras para 2026, que, perdón por la sinceridad, tampoco me produce nada parecido a la curiosidad. La tomadura de pelo está ahí y que cada uno vote en consecuencia, que sarna con gusto no pica. Por supuesto hay quien comenta educadamente que le gustan los deportes de motor y se alegra de poder verlos en su ciudad o que le parece que compensa la inversión, y aunque a mí no me sucede ninguna de las dos cosas, con esas personas no hay ningún problema.
Estas experiencias no suponen, como ven, ningún problema más allá de mi propio aburrimiento, que soluciono silenciando los hilos. Como dijo hace unos días la periodista Mer Barona «allá cada uno, pero respondéis a gente a la que ni miraríais con asco si la conocieses en la vida real. Porque cara a cara no dirían esas burradas». Más razón que un santo. Yo, desde que la leí, he dejado de contestar todo aquello que no sean comentarios educados y constructivos. Con lo que me gusta a mí insultar a progres en Twitter.
El problema es que también hay otro tipo de personas sueltas por las redes sociales, que no sólo insultan, sino que inician auténticas campañas de acoso, incluso físico contra el disidente. Una amiga mía, periodista, tuvo que ir la semana pasada a Barajas a contar el hacinamiento de los africanos que no cogen los vuelos para los que han comprado billete al hacer escala en nuestro país y se quedan meses exigiendo asilo. Lo de mandar a una chica guapísima y joven a cubrir un tema relacionado con inmigrantes ilegales digamos, con culturas poco respetuosas con la libertad e integridad de la mujer, a mí de entrada me pareció una idea regular. Y pasó lo que tenía que pasar, claro: que varios de ellos la siguieron hasta el metro diciéndole de todo y acercándose de una manera muy incómoda. Que pasó terror lo sé bien porque estaba al teléfono con ella. Asustada como se encontraba se le ocurrió compartir una foto en Twitter y empezó lo que estaba cantado: cuentas de izquierdas, incluso de pseudoperiodistas y pseudoprofesores universitarios llamando al acoso contra ella «por racista». Mi amiga es tan racista que es mexicana de abuela libanesa y ha vivido en cuatro países. Ósea que sabe perfectamente lo que es emigrar y moverse por el mundo, pero con una diferencia: el respeto a las leyes. La cosa terminó en amenazas de muerte contra ella y su hija de cuatro años hasta que tuvo que cerrar sus cuentas y borrar el mensaje que no cumplía con los cánones de la izquierda que prefiere ser ciega ante los delitos siempre y cuando los cometan los suyos.
Así que como la gentuza nunca va a dejar de ser gentuza, a las pruebas que nos da a diario el Gobierno me remito, y no voy a hacer ningún llamamiento para que dejen de serlo, sí lo haré a la gente normal: no señalemos. No molestemos. Aprendemos a usar las redes sin ser un incordio para nadie. Todos lo agradeceremos.