Con la estética rompedora de los ochenta, pese a su supuesta edad avanzada, eran fashion victims y nos mostraban una llamativa colección de camisones, batas y chaquetas con voluminosas hombreras, pendientes triangulares y maquillaje extremo, un prodigio de la modernidad que tan estrafalaria nos resultan hoy. Con unos estereotipos perfectamente definidos, las protagonistas, Las chicas de oro, compartían un inmenso chalet en Miami, para que Blanche hiciera frente a la hipoteca, y así disfrutaban de todos los placeres que les podía otorgar un destino tan turístico como Florida. Lo más parecido a un piso de estudiantes universitarias, pero con el bagaje de haber disfrutado ya de parte de su vida. Mucho aprendido, vivido y aún más por vivir.
Me hubiera encantado estar entre ellas. Ojalá hubieran sido mis vecinas y así aprender de sus conversaciones en esa inmensa cocina donde recuerdo que había un inmenso frigorífico de dos puertas, de acero inoxidable, que me impactó en mi pre adolescencia, porque me parecía un lujo tan llamativo como el espacio del que disfrutaban. O pasar las tardes sentada en el floreado sofá del salón, escuchando peripecias.
«Imaginaos… Sicilia, años veinte», así comenzaba Sophia Petrillo las más descabelladas historias que eran más que el lejano recuerdo de lo que había sido su vida en Italia, su niñez y su primer marido. Eran sabiduría extrema. Como una señorita Marple del humor, cualquier anécdota personal le servía para resolver una situación actual, algo así como una fábula de la naturaleza humana. Mientras comenzaba a narrar alguna de sus peripecias y andanzas del pasado, llena de interrupciones y de derechazos de ironía, Blanche, Dorothy y Rose escuchaban atentas y algo descreídas, con una mezcla de respeto y diversión.
Sophia se fue convirtiendo en personaje principal y eso que llegó la última, tras el incendio que provocó en «Prado Soleado«, su antiguo hogar, una residencia de mayores. Ni la dulzura de Rose, ni el atrevimiento de Blanche, ni la aburrida sensatez de su hija Dorothy podían competir con la mordacidad inteligente de la más anciana de las cuatro. Era un humor ácido y corrosivo, con las gotas de maldad justas para no ser desagradable; un perfecto equilibrio que aseguró el éxito televisivo del personaje. Con su bolso de mano cerca y un peinado característico generoso en laca, sin más aspavientos que estar sentada, el diálogo de Sophia se convertía en auténtico oro -nunca mejor dicho-. También es cierto que sus compañeras de reparto la hacían brillar con luz propia sin que se apagara la fluorescencia de ellas. Así eran mis soñadas vecinas, un póker de damas con ribetes de escalera de color.