A la portavoz de UPyD le han molestado considerablemente dos cosas acaecidas en el funeral de Estado celebrado en la catedral de La Almudena en memoria de Adolfo Suárez. La primera ha sido la alusión del cardenal Rouco a la Guerra Civil y a sus causas, la segunda el Himno Nacional durante la consagración. Su reacción ha sido de una virulencia inquietante: ha calificado la homilía de «impresentable» y se ha referido al acto litúrgico de hacer sonar el Himno Nacional en el momento central de la Misa como «completamente inapropiado». Dejando aparte que estas manifestaciones irritadas denotan un anticlericalismo visceral y anacrónico, resulta evidente que la cabeza de filas magenta ignora que los símbolos y sus significados evolucionan y hay que saber adaptarse a estos cambios. Hoy la bandera constitucional y el Himno Nacional representan a una Nación democrática,matriz de nuestros derechos y libertades y espacio civil y afectivo de millones de ciudadanos iguales ante la ley.
Los majestuosos acordes en la parte culminante de la celebración eucarística dotan al funeral de Estado de un contenido auténticamente trascendente en términos tanto morales como institucionales. La Nación, representada por sus autoridades legítimas reunidas para rendir homenaje a un gran patriota que prestó valiosos servicios a su país, se vale de sus más altos signos identificadores con el fin de demostrar la alta consideración que le merece la figura pública desaparecida. El carácter católico del ceremonial fúnebre se corresponde con la fe que en vida profesara el que fue uno de los principales artífices de la Transición y su aceptación por parte de los asistentes, con independencia de las creencias de cada cual, es otra forma generosa de honrar su memoria.
En cuanto a la advertencia arzobispal sobre los peligros de caer en el odio cainita no parece superflua en esta convulsa etapa de la vida española. Una crisis económica galopante ha llevado a la desesperación a muchos de nuestros compatriotas, el separatismo catalán fomenta todos los días el rencor y la división, hordas de vándalos intentan asesinar policías en la calle mientras incendian, destrozan y aúllan consignas escalofriantes y los criminales etarras se niegan a desarmarse y a mostrar contrición. Que ante semejante panorama, un pastor de almas purpurado nos recuerde que la violencia irracional está siempre al acecho y que debemos estar vigilantes para que no nos arrastre, forma de parte de su misión espiritual y aporta un mensaje que ha de ser escuchado con respeto y atención.
Lawrence Durrell escribió que vivimos en un universo heráldico y que la sabiduría consiste en descifrar los símbolos. Rosa Díez no quiere ser sabia y prefiere ser doctrinaria. Incapaz de refinar y elevar sus juicios, ha caído en la simplificación banal de referencias rituales y musicales que, lejos de mezclar el orden civil con el religioso,los mantiene debidamente conjuntados en las ocasiones solemnes en que, sin abdicar de su autonomía, han de coincidir en un común y noble propósito. El patriotismo frío, funcional y deshuesado de Rosa Díez, desprovisto de registros emocionales enaltecedores, nos colocaría inermes frente a los embates del fanatismo totalitario y tribal. La defensa de la razón requiere buenos argumentos, pero también fuertes dosis de pasión.